También se muere viviendo

Salgo a caminar por la calle Corrientes. Son las 13.15 del miércoles. Camino desde Callao hacia la 9 de Julio. Una cuadra antes de llegar a la avenida, doblo por la calle Libertad. Camino por una angosta vereda, en la que hay que ir esquivando hombros, casi como bailando el pericón a cielo abierto, pero claro, sin música. Llego a Diagonal Norte (una calle que atraviesa de manera oblicua el centro y el microcentro) y que desde la calle Libertad hasta Carlos Pellegrini es peatonal. Camino y me detengo a mirar la cartelera del cine Arteplex: un cine que está medio disimulado, y que pasa películas no tan comerciales (casi todas europeas), que las grandes cadenas de cine se niegan a exhibir. El sol casi está en el centro del cielo y hay muy poca sombra. Miro los carteles de las películas que se están proyectando esta semana. Las personas pasan detrás mío a toda velocidad; las siento, y también las veo, cómo se reflejan, efímeras y desformadas en el vidrio donde están los carteles. Hay tres películas distintas. Miro las dos primeras casi fugazmente, y me detengo en la última. En él hay un hombre que tiene la mirada perdida en un horizonte que el cartel no muestra. Miro esa fotografía atentamente; hay algo que me atrae en ella. Ingreso al cine de manera impulsiva. A la izquierda hay un kiosco, y detrás del mostrador una chica con la boca abierta, mirando el televisor que está colgado de la pared. A la derecha está la boletería. Me acerco. Encima del vidrio que me separa del que cobra la entrada, hay un tablero de plástico blanco sobre letras negras donde figuran los títulos de las películas, los días y los horarios. Leo: Lejano – 13.20. Miro el reloj: 13.28. Le pregunto al boletero por el hueco del vidrio: ¿Cuánto falta para que comience Lejano? Mira el reloj que tiene en la pared, que está a sus espaldas, y me dice: Empezó hace exactamente tres minutos. Hago que pienso; miro el reloj. Deme una entrada, entonces, le digo. ¿Por dónde entro?, le pregunto. Me señala la puerta que está a mi derecha. Entro. Camino por un pasillo largo, que tiene una leve inclinación y que está iluminado con una luz tenue. Miro mi entrada y leo: sala tres. Le pregunto a una chica que está parada en el medio del salón que comunica a las salas: ¿dónde está la tres? Con una rigidez y el brazo estirado de manera perfecta me señala una cortina negra. Le agradezco y voy casi al trote. La sala está vacía. Apenas un par de señoras paquetísimas, sentadas en los asientos del medio. Me siento casi en la primera butaca que encuentro de manera sigilosa, sin perder de vista la pantalla. La imagen que veo es igual a la del cartel. No la imagen en sí, sino la textura de la imagen, la oscuridad, los colores, la iluminación. Veo a uno de los protagonistas fumando, tirando el humo que se mezcla con la nieve.
La película me atrapa enseguida. Porque Lejano es una silenciosa y poderosa meditación sobre la soledad de un inmigrante y la pérdida de ideales, en un Estambúl nevado. El director turco, Nuri Bilge Ceylan, con un estilo minimalista llega al efecto buscado mediante la acumulación de detalles y la elipsis. Proyecta en su personaje principal a un fotógrafo, que con sus heridas y cicatrices muestra el hundimiento de un individuo afligido por la angustia de la existencia, corrompido por la frustración y el egoísmo.
En un momento del filme, Mahmut (ahora sí lo reconozco, es la persona que está en el cartel) asiste a una reunión de amigos, y afirma delante de sus amigos que la fotografía ha muerto. Pero lo que en realidad está gritando es que quien ha muerto ha sido él, que ha renunciado a sus sueños y ha vendido su técnica para trabajar para una aburrida empresa de cerámicas a las que fotografía sin emoción alguna, recluido en un triste cuarto de su espaciosa e inhabitada vivienda.
Detrás de ese aparente hieratismo, Nuri Bilge Ceylan construye una película de poderosa escritura, donde rebosa la intencionalidad. Planos a veces casi inmóviles desbordan mucha tensión. Una aparente sobriedad monocromática que ofrece numerosos matices. Pocos planos que dicen mucho.
La cuestión de fondo es percibir que Lejano duele en ese personaje sin esperanza, sin proyectos. En ese Estambul blanqueado por la nieve; en ese barco encallado; en una mujer celada; en la multitud de pequeñas mezquindades de ese patético fotógrafo prepotente y maniático que es incapaz de ser generoso con quien le está pidiendo ayuda. Por todo eso y por mucho más, Lejano parece hablar desde las sinuosidades más profundas del propio director, al mismo tiempo que relata la intranquilidad de un mundo que huye hacia ningún lado.
Salgo del cine y me detengo de nuevo a mirar el cartel de la película. Ahora sé hacia dónde mira el tipo que está en la foto.


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