Crónica de una muerte filmada



Fue el 29 de junio de 1973. Eran las 9:10 de una fría y soleada mañana en Santiago de Chile. Ese día la ciudad amanecería invadida por tanquetas conducidas por militares, intentando derrocar al presidente constitucional Salvador Allende. El Tanquetazo, como fue llamado ese intento de golpe de Estado, falló, pero en él, murieron veintidós civiles (esta fue la antesala del 11 de septiembre de ese mismo año, donde el asesino, ladrón, mentiroso y cínico Agusto Pinochet terminó derrocando al gobierno socialista elegido por la vía del voto popular). Entre esos veintidós muertos, uno fue muy particular: el camarógrafo argentino Leonardo Henrichsen, que realizaba la cobertura de ese alzamiento para la Televisión Sueca. Henrichsen se había apostado para filmar en la calle Agustinas, a sólo dos cuadras de La Moneda (nuestra Casa Rosada, en la Argentina). Su filmación comienza mostrando una camioneta militar que se estaciona en la mitad de calle, varios soldados que descienden y que toman rápidamente el control apuntando con sus fusiles. Luego, decenas de mujeres y hombres, jóvenes en su mayoría, huyen hacia la posición de Henrichsen con los primeros disparos. Leonardo filma a unos 150 metros. En seguida aparece otra camioneta militar, da una violenta media vuelta y estaciona en una esquina. Son 11 soldados. La gente no para de correr. El pánico va ganando la acción que capta el lente de Henrichsen. Todo se hace más confuso, más violento. El oficial al mando (Cabo Héctor Hernán Bustamante Gómez) desenfunda la pistola, dispara al aire, patea a un civil en el suelo y le grita; y mira hacia todos lados: allí descubre a Leonardo que lo tiene atrapado con el ojo de la cámara. Sin parar de caminar dispara contra el camarógrafo argentino y el grupo de corresponsales, pero no les da a ninguno y pega la vuelta. La cámara se mueve desordenada sin perder el objetivo. Se escucha otro tiro y se ve el humo saliendo del fusil de un soldado que decidió hacer buena letra con su jefe disparando al mismo lugar. Pero no pasa nada. Mientras el soldado que acaba de disparar da media vuelta, otro, parado sobre la camioneta, acomoda el fusil sobre su hombro derecho, toma distancia y aguza el ojo asesino. Henrichsen enfoca con cuidado hasta tener precisa la escena: el cuerpo firme del soldado apuntándole cuidadosamente. Henrichsen empieza a captar con la cámara lo que luego será su muerte. Hasta que de un momento a otro esa cámara comenzará a filmar la nada. El poderoso impacto de la bala del Fal en el cuello de Leonardo Henrichsen le produce un desconcierto de planos. Henrichsen acaba de terminar de filmar su propia muerte; y también acaba de filmar a su propio asesino. Pero Henrichsen o su alma, o lo que fuere, sigue filmando unos segundos más. Y son esos mismos militares que luego de matarlo arrojarán la cámara a una alcantarilla para que no se descubra aquella filmación. Pero fue inútil, esa imagen recorrerá el mundo.
Aquel mismo día, a la noche y desde el balcón de La Moneda, Allende citó en su discurso, a los muertos civiles producto del Tanquetazo, y lo nombró a Leonardo Henrichsen como una persona que estaba ejerciendo su profesión y que había sido brutalmente asesinado. Para ese momento Henrichsen ya había pasado a la historia como el hombre que había filmado su propia muerte y por la cual, sin embargo, nunca se castigaría a los responsables.