Latas

Siempre se dijo que en el cine Opera de Paso de los Libres pasaban cosas extrañas. Que se oían ruidos por la noche, que las luces se encendían solas, que los objetos cambiaban de lugar, que al bajar por las oscuras escaleras que nos llevan a la parte de arriba alguien siempre acompañaba, y muchísimas otras cosas más. Y siempre creí lo que se rumoreaba como fundamentos a esos extraños sucesos: que al construir el cine habían fallecido algunos obreros y, que además, anteriormente, en ese mismo lugar, estaba el cementerio de la ciudad. Ahora pienso: cuando uno es chico como era yo en ese momento, es mucho más propenso a creer las cosas que le dicen. Como le creí a Jorge aquella noche.
Jorge trabajaba en el cine cortando las entradas y a veces también pasaba películas (quizá muchos de los que fueron al cine en los años ’80 y principio de los ’90 lo conocieron: era un morocho alto y flaco). Recuerdo que un día se quedó sin casa, sin tener donde dormir. ¿Qué hizo? No tuvo mejor idea que pedirle a papá para que lo dejase dormir en uno de los camarines que estaban al costado del escenario. Mi papá se lo permitió sin dudar. Jorge armó su cama, trajo ropa y se instaló en esa habitación improvisada. Jorge no sabía nada sobre las cosas raras que pasaban en el cine, todavía hacía poco que trabajaba en el cine. Aquella noche me fui a casa pensando en el pobre Jorge. Y al otro día se lo contó a papá y justo yo estaba a su lado. “Don Bocha, no sabe lo que me pasó ayer a la noche”, dijo Jorge con la cara aterrada. Nos contó que apenas se acostó comenzó a oír ruidos extraños, como a golpes de latas. Eso no tenía nada de anormal en el cine, le dijo papá. Era verdad, siempre se oían ese tipo de ruidos debido a los viejos extractores que funcionaban con eterna dificultad. Siguió contando. Contó que al principio esos ruidos se oían cada diez minutos y que después fueron cada vez más frecuentes. “Hasta que no aguanté más… salí y fui a ver qué pasaba”. Nos dijo que lo primero que miró fueron los extractores, pero que las paletas estaban quietas, inmóviles. “Después miré hacia la sala de máquinas, Don Bocha, y la luz estaba prendida, y yo me acuerdo bien que las había apagado”. Nos aseguró que los ruidos venían de la sala de máquina. “Eran las latas de las películas, como si las estuviesen tirando con todo al piso”. Papá lo miraba con desconfianza, aunque él siempre había creído secretamente lo que pasaba en el cine. “Volví a buscar la linterna y subí hasta la sala de máquina para ver quién era... pensé que era alguien que se había quedado escondido después de la función”, dijo Jorge. Yo lo miré pensando que era una de las personas más valientes que había conocido, incluso más que mi papá. “Cuando comencé a subir las escaleras el ruido de las latas paró, pero igual fui hasta allá”. Papá, ansioso, quiso saber enseguida el desenlace de lo que le contaba Jorge. “¿Y quién era el tipo? ¿Lo echaste a la mierda, no?”, le preguntó. Jorge se quedó en silencio, pensando que quizá papá lo iba a tratar de loco por lo que le iba a decir. “No va a creer, Don Bocha, cuando entré a la sala de máquina no había nadie, pero la luz sí estaba prendida y las latas… las latas estaban donde yo las había dejado la noche anterior, pero le juro, alguien estuvo tirándolas al piso y después las acomodó rápido, antes de que yo viniera, se le juro”, dijo mientras hacía una cruz imaginaria con el dedo índice sobre su boca. Papá lo miró y enseguida le dijo: “Jorge, dejate de joder con esas boludeces y andá a barrer el hall… Ah, y no te olvides más de apagar la luz de la sala de máquinas a la noche”. Lo miré a mi padre y le vi en la cara una sonrisa incómoda, nerviosa. Estoy seguro que pensó en ese momento que él jamás se quedaría solo en el cine.
Jorge, al otro día, le comentó alegremente a papá que ya había conseguido un lugar para dormir y que le agradecía haberlo dejado ocupar ese camarín. A mí, desde ese momento, me costó subir a esa sala de máquinas. Porque no iba a ser cosa de que me encontrara con ése que había asustado al pobre Jorge. El que hacía ruido con las latas de las películas y que a la noche siempre se olvidaba la luz prendida.

Dialecto

Creo que fue el primer día. O al menos uno de esos días de clases donde uno se pone nervioso por cualquier cosa. Yo había llegado a Buenos Aires para estudiar periodismo deportivo en Deportea hacía menos de dos semanas. Era todo nuevo para mí: la cantidad de autos, las bocinas incomprensivas, los olores, las veredas angostas y llenas de gente, y sobre todo, la gente. Hasta el sol era diferente, oculto bajo una gran capa de smog que lo escondía y hacía que no llegara pleno a ningún lado. Aquel día estaba parado en la puerta de esa escuela con mis primeros compañeros de clase. Recién eran las primeras palabras que cruzaba con ellos. Estábamos los cuatro parados en ronda en la puerta del lugar. Y llegó el momento en que yo hablé, dije: “Son muy cortas las clases, y ainda la profesora llega tarde”. “¿Cómo?”, me preguntó un flaco rapado que estaba parado frente a mí. Volví a repetir lo que había dicho, con las mismas palabras, lentamente, por temor de que no me hubiesen comprendido por la rapidez con que lo había dicho. “¿Qué?”, me volvió a preguntar el más gordo de todos, arrugando la cara. “La clase… que es muy poco tiempo, no llegamos a…”. “No, no”, me interrumpió el flaco rapado: “¿que dijiste recién?” “Eso, que es muy…”, y volví a comenzar con mi explicación. “No, esa palabra que dijiste recién, ¿qué, es guaraní?” Y las risas explotaron en los rostros de todos mis compañeros. Yo los miré sin comprender, y con un poco de intranquilidad. “Soy de Corrientes, quizá es por mi tonada…”, comencé a decirles. Se siguieron riendo ruidosamente, no por mi acento, ni por mi excusa, sino por la ocurrencia ignorante del flaco rapado. “No dije ninguna palabra en gua…” Pero cuando estaba por terminar de decir la palabra guaraní, el flaco rapado que no paraba de reírse me interrumpió: “No, te lo decimos por esa palabra que dijiste, inda o algo así”. Comencé a hacer memoria. A recordar la frase que había dicho, cada una de sus palabras. Y ahí recién la encontré. “Ah, ainda… ¿ainda, dicen?”, les pregunté, sorprendido. De nuevo las risas. Sí, me dijo el flaco rapado, ésa, ainda. Recién ahí me di cuenta que había utilizado esa palabra. En cuestión de segundos tuve que tomar conciencia de la expresión que había utilizado y construir una investigación interna para satisfacer de manera convincente a mis nuevos compañeros. Todo eso entre medio de las risas que por suerte cada vez se iban aplacando más en mi cabeza. “Ainda es una palabra en portugués… ”. Los cuatro me miraron y frenaron súbitamente sus risitas. “Qué raro”, me dijo el gordo que estaba al lado mío: “¿en Corrientes mezclan los idiomas?”, me preguntó con curiosidad, y ya con la cara seria, imitando de manera fiel la mía. En ese momento les conté: “Yo vivo en Paso de Libres, enfrente de Uruguaiana, Brasil, a menos de cinco kilómetros y... ” “Ah, sí, yo pasé por ahí cuando fui a Camboriú”, me interrumpió el petisito, que hasta ese momento no había hablado ni una sola palabra. “Pero no entré a la ciudad”, prosiguió. “Sí, casi todos los que van a las playas del sur de Brasil pasan por ahí”, les dije. La charla se fue desviando para ese lado: para el lado geográfico, y vacacional. “¿Uruguaiana es grande, no?”, me preguntó el gordo que estaba al lado mío. “Sí, es grande”, le contesté. “¿Y vos vas todo el tiempo, me imagino?”, me repreguntó. Ahí dudé. “Todo el tiempo no, pero sí voy bastante seguido”, dije. Cuando parecía que íbamos a cambiar de tema de forma rotunda, y hablar sobre la clase, sobre la carrera de periodismo, sobre fútbol, sobre el gran comienzo de campeonato de (mi) River (que más tarde ganaría) y otras cosas, el flaco rapado volvió con la pregunta inicial: “¿Pero al final, qué significa Ainda?” Y las risas comenzaron de nuevo. Cuando comencé a hablar, de manera seria y con una cara que seguramente reflejaba un fastidio que no podía manejar, que no podía ni quería esconder, mis compañeros ocultaron de súbito los dientes. “Ainda significa todavía. Eso: significa todavía”, les dije, terminante, intentando dar por acabado el tema. “Pero qué, ¿sabés hablar en portugués?”, me volvió a preguntar el flaco rapado, que ya me comenzaba a caer mal (después resultó ser con el que me mejor me llevé). De inmediato no supe qué responder, porque en realidad yo no sabía hablar en portugués, sólo lo comprendía. Pero inflé el pecho y le respondí. “Sí, sé hablar muy bien portugués”, le dije acentuando las palabras para que sonaran más tajantes.
Después de decirles eso ya no quise seguir charlando con ellos, al menos ese día. Y para culminar la conversación miré el reloj y aduje falta urgente de tiempo. “Me tengo que ir, gurises”, les dije. Y las risas volvieron. Pero no les di tiempo para que me preguntaran sobre la palabra gurises. Me di media vuelta y crucé la calle al trotecito.

Advertencia del autor: es muy probable que esta situación pueda darse a la inversa.

Carreras


Es domingo. Las nubes encapotan el cielo, parece que va llover. Son las tres de la tarde y todavía no me decido. ¿Voy o no voy?, me pregunto. Pero un mensaje de texto que me envía mi hermano me hace cambiar de opinión. Como no quiero ir solo, intento convencer a mamá para que cambie su cómoda siesta por estar a la intemperie de un día nublado, parada detrás de un guardaray, en el medio de un polvo arremolinado por el viento y por las pasadas de los kartings y las motos. La convenzo. Obvio, no por mi poder de persuasión, sino porque corre Fabio, su hijo.
Nos abrigamos un poco y salimos.
No fui más que una vez al circuito Santa Bárbara. Le pregunto a mamá si es ése, apuntando con la mano cuando todavía vamos por la ruta. No sé, Matías, no tengo idea, me contesta. Hasta que en un momento pude ver algo a lo lejos: varios autos estacionados, amontonados en un descampado, y algunas carpas de diferentes colores. Es ahí, ya no tengo dudas. Allá, le digo a mamá. Doblo y despacio recorro los cuatrocientos metros que me separaban del circuito, entre pozos y charcos. Ingresamos. Entre una gran cantidad de gente, lo veo a Fabio. El también nos ve, y apenas lo advierte, comienza a alejarse de nosotros. Estoy seguro que está sorprendido (creo que mamá no se da cuenta de eso, tampoco se lo quiero decir). Lo sigo con la vista. No quiero alcanzarlo. Reconozco su carpa, su karting y nos quedamos parados al lado. En ese momento no corre nadie por el circuito. No tenemos qué mirar. Nos ponemos a charlar. Intento explicarle a mamá algo que no sé: de carreras, de motores, de pistas. Pero no estamos ahí para mirar carreras, ni escuchar cómo suenan los motores ni lo complicado del circuito. Estamos ahí para verlo a Fabio; para ver a mi hermano; para ver a su hijo.
Fabio no se acerca hasta que pasa un buen rato. Al llegar a donde estamos ni nos saluda. Pero él es así: parco, lacónico. Fabio, le digo, como para avisarle que estamos ahí (aunque sé que él ya nos vio). Apenas levanta la cabeza, como peinando una pelota hacia atrás, en señal de saludo, se mete en la carpa para revisar su karting. La miro a mamá, como para excusarlo, para decirle: vieja, vos sabés como es Fabio, además debe estar nervioso. Pero ella ni me mira a mí; lo mira a él, callada, sabiendo cómo es él. A mi pensamiento lo interrumpen los ruidos que ahora vienen de la pista. Nos damos vuelta. Una de las carreras de motos ha comenzado. Ya largaron, le digo a mamá. No son más de diez chicos que manejan entusiasmados, a una velocidad que desde afuera se ve como si estuvieran paseando. Dan unas vueltas y termina. Me acerco a Fabio y le pregunto por su carrera. Largo último en la Serie porque no pude clasificar, me dice. Al rato llaman a los pilotos por los altoparlantes. Entre ellos llaman al karting número dos, el de Fabio. Sale a la pista. No alcanza a dar la vuelta previa que se queda. ¿Y Fabio?, me pregunta mamá. Se quedó, responde una persona que estaba al lado nuestro y que había escuchado la pregunta. Del otro lado de la pista se lo ve a Fabio, minúsculo, parado al lado del Karting. Voy hasta allá, le digo a mamá. Cruzo toda la pista y llego hasta donde está él. ¿Qué pasó? No sé que le pasó al motor, parece que se tomó, me responde. Al ratito me pregunta si puedo ir hasta la carpa a buscar una camioneta para llevar el karting. Sí, le respondo, y salgo caminando. Apenas doy unos pasos comienzo a trotar, casi sin querer, casi sin pensar. Llevan el karting a la carpa y lo corroboran: no va más. Le digo a mamá: qué temprano nos vamos a ir casa. Ella no se ríe. Pero al final, no es así, comienzan a cambiar el motor del karting de Fabio. Le colocan uno que tienen de repuesto para este tipo de emergencia. ¿Llegan para correr la final?, le pregunto. Sí, me contesta, escuetamente. Detrás de nosotros corren y corren las otras Series. Hasta que llegan las finales: las de motos, y por último, la de karting. Por los altoparlantes de nuevo se oye que llaman a los pilotos. Miro hacia donde está Fabio y todavía están terminando de colocar el motor en el karting. Los ruidos de los otros motores ya chillan alrededor nuestro. Fabio ni se inmuta. ¿Corre?, me pregunta mamá. No sé si llega, le contesto. Pero sí, al final llega. Un par de minutos después el motor ya está en marcha, y Fabio encima del karting. Larga anteúltimo. Son casi veinte corredores. Dan la vuelta previa, se acomodan de nuevo y esperan la señal de partida. Largan. Fabio logra cruzar a dos o tres corredores en la salida, antes de la primera curva. Da la primera vuelta, da la segunda. No se queda más, le digo a mamá. Sí, por lo menos anda, me contesta. Nos reímos. Dan las vueltas de rigor y finaliza la carrera: Fabio termina octavo. Bien, Fabio, le grito cuando se saca el casco. Ni me mira. Me dan ganas de abrazarlo, pero no lo hago.A la noche, antes de volverme a Buenos Aires, lo voy a saludar. Está solo, sentado en la cocina, mirando televisión. Me mira y me saluda sin hablar. Yo lo saludo con un beso en la mejilla. Después del beso me mira sin sonreír. Me subo al auto que me lleva a la terminal y mamá me dice: estaba contento Fabio, ¿viste? Asiento con la cabeza, en silencio. Sin decir que tengo ganas de volver a casa. Sin decir cuántas ganas tengo de abrazar a mi hermano.
(Publicado en el Semanario Horizonte de Paso de los libres, Corrientes, en el mes de octubre de 2009.)

Crónica de una muerte filmada



Fue el 29 de junio de 1973. Eran las 9:10 de una fría y soleada mañana en Santiago de Chile. Ese día la ciudad amanecería invadida por tanquetas conducidas por militares, intentando derrocar al presidente constitucional Salvador Allende. El Tanquetazo, como fue llamado ese intento de golpe de Estado, falló, pero en él, murieron veintidós civiles (esta fue la antesala del 11 de septiembre de ese mismo año, donde el asesino, ladrón, mentiroso y cínico Agusto Pinochet terminó derrocando al gobierno socialista elegido por la vía del voto popular). Entre esos veintidós muertos, uno fue muy particular: el camarógrafo argentino Leonardo Henrichsen, que realizaba la cobertura de ese alzamiento para la Televisión Sueca. Henrichsen se había apostado para filmar en la calle Agustinas, a sólo dos cuadras de La Moneda (nuestra Casa Rosada, en la Argentina). Su filmación comienza mostrando una camioneta militar que se estaciona en la mitad de calle, varios soldados que descienden y que toman rápidamente el control apuntando con sus fusiles. Luego, decenas de mujeres y hombres, jóvenes en su mayoría, huyen hacia la posición de Henrichsen con los primeros disparos. Leonardo filma a unos 150 metros. En seguida aparece otra camioneta militar, da una violenta media vuelta y estaciona en una esquina. Son 11 soldados. La gente no para de correr. El pánico va ganando la acción que capta el lente de Henrichsen. Todo se hace más confuso, más violento. El oficial al mando (Cabo Héctor Hernán Bustamante Gómez) desenfunda la pistola, dispara al aire, patea a un civil en el suelo y le grita; y mira hacia todos lados: allí descubre a Leonardo que lo tiene atrapado con el ojo de la cámara. Sin parar de caminar dispara contra el camarógrafo argentino y el grupo de corresponsales, pero no les da a ninguno y pega la vuelta. La cámara se mueve desordenada sin perder el objetivo. Se escucha otro tiro y se ve el humo saliendo del fusil de un soldado que decidió hacer buena letra con su jefe disparando al mismo lugar. Pero no pasa nada. Mientras el soldado que acaba de disparar da media vuelta, otro, parado sobre la camioneta, acomoda el fusil sobre su hombro derecho, toma distancia y aguza el ojo asesino. Henrichsen enfoca con cuidado hasta tener precisa la escena: el cuerpo firme del soldado apuntándole cuidadosamente. Henrichsen empieza a captar con la cámara lo que luego será su muerte. Hasta que de un momento a otro esa cámara comenzará a filmar la nada. El poderoso impacto de la bala del Fal en el cuello de Leonardo Henrichsen le produce un desconcierto de planos. Henrichsen acaba de terminar de filmar su propia muerte; y también acaba de filmar a su propio asesino. Pero Henrichsen o su alma, o lo que fuere, sigue filmando unos segundos más. Y son esos mismos militares que luego de matarlo arrojarán la cámara a una alcantarilla para que no se descubra aquella filmación. Pero fue inútil, esa imagen recorrerá el mundo.
Aquel mismo día, a la noche y desde el balcón de La Moneda, Allende citó en su discurso, a los muertos civiles producto del Tanquetazo, y lo nombró a Leonardo Henrichsen como una persona que estaba ejerciendo su profesión y que había sido brutalmente asesinado. Para ese momento Henrichsen ya había pasado a la historia como el hombre que había filmado su propia muerte y por la cual, sin embargo, nunca se castigaría a los responsables.

El próximo anfitrión


El chico nos preparó los menúes en tiempo record, en menos de un minuto (el taylorismo, de parabienes, pensé). Pedimos mayonesa y ketchup. Puso los sobrecitos en la bandeja y nos fuimos. Estábamos en el Burger King de Santa fe y Ecuador, el que tiene dos pisos. Mi novia decidió ir al de arriba. Acá hay mucha gente, me dijo para persuadirme. Y subimos las escaleras charlando sobre la persona que nos había atendido. Viste que casi todos los que trabajan en estos lugares son personas retraídas, tímidas, me dijo. Yo me quedé pensando, como casi siempre que me refriegan estadísticas, tengan o no un buen estudio de campo. Cuando llegamos arriba me sorprendió que sólo una mesa estuviese ocupada. Así y todo, nos costó elegir la nuestra, esto se debe a que soy un imperturbable e influyente indeciso. Al final elegimos la que estaba pegada al ventanal que nos mostraba la calle Santa fe en tiempo real. Y por fin comenzamos con los rituales consumistas. Yo comí en el mismo tiempo que tardo en comer una milanesa a la napolitana con puré en la cocina de mi casa, contando también la entrada y el postre. Ella sí, tardó bastante menos, el necesario para este tipo de comidas. Cuando todavía quedaban pocas papas fritas, apareció por detrás de nosotros, un chico vestido con el correspondiente uniforme de trabajo, rascándose la cabeza con una mano y con la visera negra en la otra. Más estudio de campo, pensé. El chico era alto y muy flaco. Al vernos se puso de inmediato la visera. Al ratito comenzó a limpiar meticulosamente las mesas que estaban alrededor de la nuestra con un trapo celeste desteñido. Qué te dije, me dijo mi novia. Lo observé y vi que limpiaba, no la parte superficial, sino la parte de abajo de las tablas de las mesas. Miré hacia todos lados y no había nadie que lo estuviese controlando. Ordenes son ordenes, con una vez que se lo diga, ya basta, le contesté, con tono sarcástico. Es el perfil de personalidades que buscan en estos lugares: son personas que nunca van a cuestionar nada, y además viste que ninguno pasa de los veinte años, me dijo, hablando bajo para que no escuchase el chico. Va a ser seguro el próximo “Anfitrión del mes”, le dije. Crew, me contestó. No, eso es en los Mc Donal’s, le dije. Lo miré de nuevo al chico y ahora limpiaba la parte de atrás de los respaldos de las sillas que están amuradas al piso, y que también son, igual que la partes de abajo de las tablas de las mesas, muy difíciles que se ensucien. Tampoco pueden estar afiliados a ningún sindicato, y sus contratos laborales son bastante particulares, esos fueron algunos de los requisitos solapados que impusieron para instalarse en el país, le dije. Sería una corporación importante, me contestó mi novia. De pronto, oímos ruidos y al unísono, nos dimos vuelta: un hombre junto a dos pibes de no más de diez años cada uno, se habían sentado en una mesa detrás de nosotros. Pero no alcanzaron ni a comer una sola papa frita, que el chico se acercó y amablemente les dijo que el lugar ya estaba cerrado. Se pararon y se fueron sin decir nada. Ya nos vamos, le dije al chico, con la voz alta, para que me escuchase y con la intención de sacarle alguna sonrisa. No, no, no se preocupen, quédense, me contestó, pero sin reírse. Fue una muy buena indirecta, le dije, casi acompañado de una carcajada. Por fin, ahí sí, me miró y se sonrió sin acotar nada. Levantamos las bandejas y las llevamos hasta el basurero. Cuando íbamos bajando las escaleras, nos cruzamos con otro chico, pero que tenía un uniforme diferente al que vestía el que estaba arriba. Nos saludó amablemente, y sin mirarnos. Al salir, esquivamos el cartel que estaba en el medio del pasillo, y que pedía por favor que tuviésemos cuidado con el piso recién lavado. Llegamos afuera y los dos nos cerramos las camperas. Qué rica estaba mi hamburguesa, le comenté, toqueteando los cuatro sobrecitos (tres de mayonesa y uno de ketchup) que tenía en el bolsillo del vaquero. La mía también, me contestó. Comenzamos a caminar por Santa fe hacia Ecuador, y el cartel del Burger nos iluminó las espaldas hasta que doblamos la esquina.

La casa de Julio

 La primera vez que leí algo de Cortázar fue a los dieciséis años. Recuerdo que era de una colección que venía con el diario La nación. Se lo había comprado a Manolo Garrido, en aquel negocio que tenía por la calle Colón, en Paso de los Libres.
Yo apenas conocía a Julio Cortázar. Sólo había escuchado que era uno de los grandes de nuestra literatura (y no había escuchado mal). Lo que adquirí aquel día fue Rayuela: un mamotreto de tapa dura y azul. Recuerdo que no llegué ni a terminar el primer capítulo. Y era entendible, quizá no estaba preparado para esa gran catarata literaria que me proponía Cortázar. Pero tuve una segunda oportunidad, y fue acá, en Buenos Aires, y no fue con Rayuela.
Pasó así: un día, cuando apenas hacía dos meses que había venido desde Paso de los Libres, salí a pasear por ésta ciudad que tanto yo desconocía. Caminé por Santa Fe, desde Scalabrini Ortiz hasta Coronel Díaz, observando cuanta vidriera había. Al volver a mi departamento, y caminando por la calle Marcelo T. de Alvear, me topé con una librería de venta de libros usados. No dudé, entré y empecé a recorrer con la vista los lomos de los libros. Había de todo y todo estaba muy bien organizado, como para hacer mucho más fácil la búsqueda. Yo, en ese momento no buscaba nada en particular, tampoco ahora lo hago cuando entro a una librería; siempre trato de dejar que ése libro, que inconscientemente ando buscando, me sorprenda y se coloque delante de mis ojos. Así, buscando, me sorprendió uno: “Treinta Cuentos Argentinos 1880 a 1940”, rezaba la tapa. Lo abrí, y leí su índice. Borges, Quiroga, Payró, eran algunos de los autores de los cuentos de un lado de la página. La di vuelta y había más, seguí leyendo: Guiraldes, Macedonio Fernández… Hasta que lo vi. El apellido Cortázar se cruzaba nuevamente delante de mis ojos. Leí Cortázar, y encima de su nombre, el título del cuento: Casa Tomada (incluido en su primer libro, Bestiario, 1951). Fui inevitable: lo cerré, fui hasta la caja, lo compré y volví a paso rápido a mi departamento. Apenas entré fui derecho a la cama y comencé a leer ése cuento. Lo leí de un tirón, acostado, casi sin moverme. (Asumo que muchos de los que están leyendo este artículo ya leyeron ese cuento, pero yo igualmente se los voy a recordar de manera sucinta.) El relato, que según los críticos, había sido el primero de Cortázar, trata sobre dos hermanos que nunca se casaron, que viven en una casa antigua e inmensa, y donde sus únicos quehaceres son mantenerla limpia y ordenada. Todo marcha bastante bien, hasta que un día comienzan a escuchar ruidos, susurros, y por eso tienen que ir abandonando por partes la mansión, pensando que está siendo tomada por intrusos. Se van recluyendo hasta que esos intrusos acaban por ocupar toda la casa y por el cual esos hermanos, se dicen para ellos, deben marcharse. Al dejar la casa (con una facilidad y resignación notable), tiran la llave por la alcantarilla, porque, como dice al finalizar el cuento: “No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada”. Lo trascendental de este relato es que Cortázar en ningún momento deja claro de qué naturaleza son esos intrusos, dejando lugar a numerosas interpretaciones.
Una de esas interpretaciones relaciona al cuento con una alegoría antiperonista. Donde la casa tomada sería la Argentina tradicional que debe ir retrocediendo bajo la avanzada del peronismo. La visión de esta obra cortazariana ha significado un verdadero anatema del autor por parte de la cultura oficial peronista, que durante muchos años lo calificó de gorila. Cortázar nunca se defendió de esa interpretación, decía que bien podía ser válida. Sin embargo, también decía que la idea del cuento provenía de un sueño.
Otras de las interpretaciones es la de incesto entre esos dos hermanos, sostenida por el propio Cortázar, en el cual, ambos, Irene y el narrador (los hermanos), forman una sociedad endogámica, aceptando sin inconvenientes esa situación.
Pero más allá de estas dos interpretaciones, yo les voy a contar la sensación (¿acaso interpretación?) que tuve aquella primera vez que lo leí. Todavía la recuerdo, me había atravesado todo el cuerpo: era un miedo insondable. Quizás por los fantasmas que me imaginé que recorrían esa casa y que no dejaban en paz a esos dos hermanos. O tal vez por la tensión provocada por un inminente ataque de los otros a esos desprotegidos hermanos. También pensé, después de leerlo, que esos dos hermanos fácilmente podrían llegar a ser esos fantasmas, y que se irían replegando ante la llegada de los verdaderos y reales habitantes de la casa.
Ciertamente, el cuento de Cortázar podría enmarcase bajo el género fantástico, pero de la manera en que está narrado, con un realismo rabioso, hace que ni experimentemos esa fantasía. Que pensemos en personas, o tal vez, en fantasmas sí, pero sin salirnos de un realismo que nos transporta y nos hace transitar por toda esa casa.
Uno podría tomar cualquiera de estas interpretaciones antes de leer el cuento (si es que aún no lo leyó), o después de leerlo (si es que va a leerlo), y adaptarlas a su gusto y piacere, seguro se ajustarían. Pero más allá de esas interpretaciones, sensaciones, la mejor manera de disfrutar de él (y de casi todos los cuentos, de Cortázar o de cualquier otro escritor) es dejándose llevar. Sí, en este caso, dejando que Cortázar nos cuente esta hermosa historia. Que nos tome de la mano, que nos presentes a esos hermanos tan particulares y nos transporte por toda esa casa. Por ésa casa, que parece, está tomada.