Vagón de ostras 4

Mmientras preparamos la Vagón de ostras Nº5, les dejo la Nº4. Con autores geniales: Alejandro Bovo Theiler, Pablo Natale, German Arens, Ariel Bermani, Germán Parmetler, Jeanne Callegari (Brasil), Sofi Vilá, Fredy Yezzed (Colombia), Nicolás Manzi y Rogelio Perusquía (México).
Disfrútenla.

(http://issuu.com/vagondeostras/docs/vagon-de-ostras_n4 - http://www.mediafire.com/view/l4bu8g9ussi2482/vagon-de-ostras_n4.pdf)

La lluvia cae en todas partes (Colección Mulita, 2014)

Contratapa de mi último libro: "Si el cuento es una bomba de tiempo, La lluvia cae en todas partes es la inminencia de un permanente estallido, una cuenta regresiva preciosa y exasperante. Hay algo a punto de ocurrir, algo que amenaza o bien promete cambiar el mundo, cambiar la vida; algo desconocido, de un orden ¿siniestro?, ¿fantástico? Matías Aldaz lo sabe y se regodea —con elegancia y sobriedad— en ese misterio.
Familias trágicas que bailotean al borde del abismo; parejas marcadas por una fatalidad incierta pero latente; amistades ambiguas, sostenidas en silencios atronadores; la rutina como territorio salvaje… y la prosa ajustada, seca y siempre poética de Aldaz que ilumina y envuelve de ternura la desesperación del mundo.
Si un cuento engrandece su potencia desde la compresión, los catorce relatos de La lluvia cae en todas partes son, simplemente, arrolladores"


Mulita es una colección de Resistencia, Chaco, dirigida por Pablo Black y Mariano Quirós. La lluvia cae en todas partes es su quinto libro. Antes publicó a Zalazar, Britos Sánchez, Van Bredam, Ceballos.

Vagón de ostras (revista)

Vagón de ostras es la revista autogestiva, bimestral, de cuento y poesía, que intenta reunir en cada número a autores que contengan diferentes miradas, tonos, voces, poéticas, que interpelen y expandan al lector. Todo bajo la búsqueda de modos alternativos de plasmar la producción cultural contemporánea e independiente.
Acá les dejo los links para bajarla y una entrevista sobre la revista:
http://vagondeostras.tumblr.com/
www.facebook.com/vagondeostras
https://twitter.com/VOstras
http://www.losebooks.com.ar/2014/08/vagon-de-ostras.html
http://escriturasindie.blogspot.com.ar/2014/06/linkoteca-vagon-de-ostras.html

Esas nubes (primer cuento de mi primer libro)

—Está bien, te acompaño —me dijo finalmente Cintia.
Había costado convencerla, pero después de un rato sacó ropa de la valija que estaba encima de la cama y se cambió. Se puso un vestido viejo y arrugado. La miré sin decirle nada y salimos hacia la casa de mamá. Cuando llegamos nos estaba esperando en la puerta. Tenía la mañanita roja que siempre usaba y al pelo lo arremolinaba un fuerte viento. Apenas me acerqué me abrazó con fuerza, a Cintia también la abrazó. Entramos. La mesa estaba puesta en el living. Eso me extrañó, mamá nunca la preparaba en ese lugar, sólo lo hacía para la cena de Navidad y la de Año nuevo. Talvez en algún que otro cumpleaños importante, pero nada más. Se paró al costado de la mesa y nos señaló en qué lugar debíamos sentarnos. Me miró con una sonrisa, se dio media vuelta y se fue rápido a la cocina a ver cómo marchaba la comida.
—La hubieses saludado un poco mejor a mamá, hace como un mes que no la vemos —le dije a Cintia al oído.
—Pero si ni me miró —me contestó con un fuerte susurro.
Cuando mamá volvió se sentó en el lugar que había dispuesto para ella: frente a mí.
—En diez minutos comemos. ¿Quieren tomar algo mientas tanto? ¿Un vino?
Le dijimos que sí al unísono, pero mi voz tapó la de Cintia. Mamá se paró y fue a buscar el vino que tenía guardado para cuando yo fuese. “Lo tengo escondido hace como un mes”, dijo. Lo trajo y me lo alcanzó para que lo abriera. Lo abrí y serví. Primero a mamá, después a Cintia. Mamá levantó la copa y propuso un brindis. Con Cintia también las levantamos, pero sin decir una sola palabra.
—Por ustedes, para que venga pronto el nieto —cuando dijo nieto, la voz se le puso rara.
—Mamá, siempre brindás por lo mismo —le dije con tono de reproche.
—Y sí, con ustedes siempre voy a brindar por lo mismo, porque si lo tengo que esperar de tu hermano y su novia...
Chocamos las copas y mamá volvió a la cocina.
—¡Está lista! —gritó.
La miré a Cintia y le dije que la ayudara a servir. Me dijo que no con una seña silenciosa. Me paré y fui yo. Cuando llegué mamá me preguntó en voz baja:
—¿Qué le pasa a Cintia? —y apuntó con el mentón hacia el living— La veo como desganada, un poco triste también.
—No, te habrá parecido nomás… ¿Este plato para quién es? —le dije tomando el único que tenía cuatro zapallitos rellenos.
—Ese es para vos.
Llegamos a la mesa con la comida. Cintia, sosteniéndose la cabeza con la palma de la mano, sonrió de manera simpática.
—Mamá hizo zapallitos rellenos —le dije mostrándole los dos platos que traía.
Cintia sabía que mamá había hecho esa comida, la hacía siempre que íbamos a cenar. Pero igualmente se hizo la sorprendida, como no recordando los zapallitos anteriores. Nos sentamos a la mesa y comenzamos a comer en silencio. Sólo se oía el ruido de los tenedores y cuchillos chocando con los platos. Cintia comía lento, como sin hambre.
—Y, ¿Cómo están? —dijo mamá, mirando los zapallitos.
—¡Están muy ricos! —dijo Cintia con una sonrisa forzada.
Yo asentí con una seña y sin hablar (tenía la boca llena). Mamá nos agradeció y enseguida comenzó a hablar de mi hermano. De mi hermano y su novia:
—Esa chica no es para él.
Cuando dijo eso la miré de inmediato, y con la boca todavía llena, le dije:
—¿Por qué decís eso?
—Si a vos tampoco te gusta.
Seguí comiendo los zapallitos sin contestarle. Cintia ya había dejado de comer y miraba el inmenso cuadro que estaba detrás de mamá: un campo lleno de girasoles con un cielo nublado, de nubes negras que se preparaban para desatar una tormenta. Creo que Cintia sólo miraba esas nubes. 

Mamá siempre hablaba de mi hermano. De mi hermano y su novia; de mi hermano y su trabajo; de mi hermano y sus problemas, y de cada uno de sus problemas. Era siempre así. Las charlas terminaban siendo como un embudo, donde todo desembocaba invariablemente en un único tema de conversación: mi hermano. Y esta vez no había sido la excepción.
—Hasta creo que ella anda con otro. Porque la veo cuando viene a cenar, me doy cuenta… creo que ni siquiera lo mira, está como distraída, como pensando en otra cosa.
—Pero bueno, quizá tienen algunos problemas —interrumpió Cintia a mamá, pero mirándome a mí.
Yo me sorprendí de que Cintia interviniera en esa conversación, en ese tema de conversación. No dije nada, seguí comiendo los zapallitos que me quedaban en el plato sin siquiera levantar la vista.
—Noooo, yo conozco ese tipo de mujeres —dijo mamá— Mirá, te cuento algo que pasó la semana pasada: él le compró un perfume importado carísimo, y justo eligió dárselo delante mío. Cuando ella lo abrió y vio que no era el que quería, lo tiró arriba de la mesa diciendo que no le gustaba y que cómo le había regalado ese perfume, que él sabía muy bien que ella quería otro. Y todo eso lo hizo delante mío, ¿entendés? —la miraba sólo a Cintia— ¡Está loca esa chica!
Cuando escuché eso no pude evitar pensar en mi hermano y en su cara redonda de ojos pequeños, con ese grano eterno en el frente. Me lo imaginaba con el perfume en la mano, envuelto en papel de regalo, seguro de color amarillo (es su color preferido), y con un moñito rojo y largo. Entregándoselo a ella. Tampoco pude evitar pensar en la cara de mamá, forzando una risa cómplice, que de súbito se desdibuja. Una cara que se pone colorada, un poco por vergüenza y otro poco por la rabia.
—¿Y él qué hizo? —le pregunté con la vista clavada en el plato.
—Y qué va a hacer, pobrecito, me lo regaló a mí, ahí nomás, delante de ella. Y cuando me lo dio... ¡ah!, le dije en voz alta, casi gritando, para que ella me escuchara, que era uno de los perfumes que a mí más me gustaba. Y ustedes saben muy bien que yo no uso perfume.
—¿Y ella que hizo? —le preguntó Cintia a mamá.
—Y qué va hacer esa. Se hizo la desentendida, fingiendo que no me escuchaba. Pero sí que lo hacía.
—¿Y al final, se quedaron a cenar? —le preguntó de nuevo Cintia.
—No, además eso. Se lo llevó al ratito.
Cintia estaba muy interesada en lo que decía mamá sobre la novia de mi hermano. Creo que en algún punto la defendía. Y defenderla era estar en contra de mamá, pero parecía que eso a Cintia no le importaba.
—No veo la hora que se peleen, mirá. No la quiero ver más a esa por acá.
—Pero si él la quiere... —dijo Cintia, como desafiando a mamá.
—No, chiquita, yo estoy segura que él no la quiere. Está con ella por comodidad. Además él es...
Mamá se calló, como arrepintiéndose de lo que iba a decir. Yo la miré de reojo como para que no siguiera hablando, para que no retomara con lo que había interrumpido. Cintia se hizo la desentendida, comenzó a jugar con los restos de comida que estaban en su plato. La miré para ver su cara y vi que separaba un zapallito del relleno con el cuchillo.
—Pero la va a dejar. Yo sé que algún día de estos él la va a dejar. —dijo mamá siguiendo la conversación.
Cintia levantó la vista y la miró de manera nerviosa, como sin entender la seguridad con que hablaba mamá.
—Sí, sí, yo creo que él algún día se va a dar cuenta de quién es ella —prosiguió mamá.
Yo corrí el plato hacia delante para hacerle lugar a los codos. No dije nada. Sabía que mi hermano era incapaz de darse cuenta por sí solo de quién tenía al lado suyo.

Los tres ya habíamos terminado de comer. Cintia había dejado dos de los tres zapallitos que le había servido. Mamá se dio cuenta.
—Pero por suerte ustedes andan bien, se les nota en la cara.
Cintia me miró de inmediato, y dijo sin sacarme la vista de encima:
—Sí, por suerte sí. Andamos muy bien.
—Ay, qué bueno, me alegro mucho. Yo siempre le decía a tu padre… —hizo una pausa y miró el techo con la voz entrecortada— ¡Viste, papi, hacen una pareja hermosa!
La miré a Cintia y le dije en voz baja:
—¿Vamos?
A pesar de lo bajo que hablé, mamá logró oírnos.
—¿Ya se van a ir? Miren que tengo postre. Compré duraznos en almíbar, como a vos te gustan —y me señaló con la mirada.
—Está bien, nos quedamos, además a mí también me gustan los duraznos en almíbar —dijo Cintia con una voz extraña, adelantándose a mi decisión.
Era raro, porque a Cintia no le gustaba el durazno, ni al natural ni en almíbar. Y yo lo sabía. Mamá los sirvió y siguió con el tema de mi hermano.
—Vos tenés que hablarle —me dijo.
—¿De qué?
—Si sabés. A vos te hace caso, sos el hermano mayor.
—Sí, pero yo no voy a decirle nada, si se tiene que dar cuenta de algo, que lo haga solo.
Aunque le hablaba a mamá, pude ver como Cintia movía rápido la cabeza hacia los costados, hasta que de repente, mirándome con ojos furiosos, me dijo:
—Siempre te lavás las manos, no hay caso, siempre. Es increíble, no te jugás por nada, ni por nadie.
Me quedé en silencio.
Terminamos el postre. Mamá ya no podía hacer nada para retenernos. Se resignó y nos acompañó a la puerta. Nos despidió con un beso a cada uno. A mí me acarició la cara. Salimos abrazados con Cintia. Recorrimos diez metros y sin planearlo nos soltamos al mismo tiempo. Mamá ya había entrado. También sin planearlo decidimos ir caminando: eran sólo diez cuadras. No nos hablamos ni una sola palabra. “Está feo el tiempo”, creo que fue lo único que le dije. Ella ni siquiera me miró.
Caminamos. Cuando llegamos a la esquina de casa yo comencé a doblar, pero Cintia caminó hacia la calle. Paró un taxi. La miré extrañado. Ella se acercó con un paso rápido hacia donde yo estaba, y me dijo:
—Mañana a la tarde la paso a buscar.

Sin mirarme me dio un beso, y se subió al taxi. Cerró con un portazo que retumbó en toda la cuadra. Habló con el chofer inclinándose hacia delante y el taxi salió a toda velocidad. Inmóvil observé mientras su cabeza de cabellos rubios se alejaba. El taxi desapareció en el medio de la oscuridad. Me quedé parado durante unos segundos sin saber qué hacer. Adónde iría Cintia a esa hora: ¿a la casa de la madre? Seguramente se va para allá. Sabía que en ese lugar iba a estar bien. Me di vuelta y seguí caminando. Pensé en mi hermano: ¿cuánto más duraría la relación de mi hermano con su novia? Cuando entré a la casa prendí la luz y fui directo al contestador, la lucecita roja titilaba. Toqué el botón más grande: “usted tiene un mensaje nuevo, pip… ”, escuché. “Hola…” Era la voz de mi hermano. Pero dijo eso y enseguida dejó de hablar, sólo se escuchaba una respiración entrecortada. Después de un par de segundos, siguió: “te llamaba para decirte que…”. Y entonces sí, no habló más. Se siguió escuchando esa respiración jadeante a lo lejos durante unos segundos hasta que se cortó. Miré el teléfono pensando en llamarlo, pero ya era bastante tarde. Desconecté el teléfono y caminé hasta la habitación. Cuando entré vi la valija en el medio de la cama, esperando que se la llevasen a otro lado, esperando conocer un lugar nuevo. La corrí hacia un costado y sin desvestirme me acosté.

La residencia (del libro "Esas nubes", Simurg 2009)

Son las once de la noche y desde mi habitación oigo los gritos. Vienen de allá abajo, de la calle, y, aunque estoy acostado en la cama esperando que llegue la hora de dormirme, me levanto y voy a ver quién es. Apenas me acerco a la ventana lo veo. Es un muchacho joven, de no más de veinte años. Tiene el pelo corto y una campera verde que le llega hasta las rodillas. Camina rápido, de un lado a otro de la vereda de enfrente. Está lloviendo sin parar desde la tarde y del cielo caen rayos que iluminan los techos de la ciudad. Pero a él parece no importarle. Sostiene un teléfono celular con la mano derecha, lo acerca a la boca y enseguida lo aleja lo más que puede. Para que no advierta que lo estoy mirando apago la luz y salgo despacio al balcón, en el medio de una absoluta oscuridad.
Debajo de mi balcón siempre pasan cosas: gente que camina, y que no sabe hacia adónde va, que se choca sin mirarse, y que se mira sin saludarse Lo habitual. Pero lo de hoy es bastante extraño.

Mi nombre es Ismael Bermúdez. Desde hace cinco años vivo en esta residencia, en el centro de la ciudad. Mi habitación está en el segundo y último piso, es pequeña, mas larga que ancha y tiene unas inmensas manchas de humedad en el techo. En cada una de las paredes hay un cuadro, de esas réplicas baratas de grandes obras que se consiguen de oferta en cualquier bazar. La cama está pegada a la pared y apunta derecho a la puerta. Encima de la cabecera hay un pequeño rosario de madera colgando de dos clavos. Paralela a esa cama hay una austera biblioteca con cuatro estantes, donde hace tiempo no hay libros –los regalé todos-, y sólo algunas fotos y uno que otro adorno descolorido que la hace útil. Al costado de la biblioteca tengo un escritorio enclenque donde escribo cartas que nunca me animo a enviar. Les pongo la fecha, las firmo y van directo a una caja de zapatos que escondo dentro del placard. Entre la biblioteca y el escritorio está el gran ventanal que da al balcón. Desde ahí puedo ver y escuchar todo lo que pasa abajo. Siempre lo hago, a todo momento, de esa manera las horas pasan mucho más rápido. No quiero exagerar, porque casi nunca lo hago, pero mirar desde el balcón es lo que anima mi vida, lo que altera mis pensamientos rutinarios. Además, ése es casi el único contacto que tengo con otras personas. Porque de mi habitación salgo poco, sólo para almorzar o para ir a un hediondo baño de azulejos azules. Y porque, además, la cena me la traen acá, puntual, a las nueve, en una desvencijada bandeja de madera que ya viene de servir a varias personas antes que a mí. Pero hay un día que espero con ganas, el miércoles. Acá lo llaman el “día de contacto”. ¡Qué lindos son los miércoles! Ése, es el único día que me vienen a visitar, y lo comienzo a esperar desde el mismo momento en que José se va. Creo que nunca se lo dije, pero guardo su última sonrisa y su rápido “adiós papá” desde el preciso momento en que termina de decírmelo, desde que veo su espalda atravesar esa oscura puerta de salida.

El muchacho sigue allá abajo. El aparato telefónico es tan diminuto que pareciera que habla solo: ¿Por qué me hiciste esto? Decime, ¿qué te hice yo?
Cuando oigo eso empiezo a darme cuenta de lo que está pasando. Ya no son sólo gritos sin significado como había oído antes, ahora los escucho y tienen un sentido, y presiento que no es una simple discusión, como puede ser por un gusto de helado o por la película a ver el fin de semana. No gritó: ¡No, de chocolate!, ni tampoco: ¡Sí, vamos a ver Volver al futuro!
Ahora grita: ¡Y yo pensando todo el tiempo en vos, en que estabas durmiendo, y al final me hacés esto!... ¡No te importa nada! Hace un silencio agarrándose con fuerza los pelos y vuelve a gritar: ¡Estoy muy mal!
Mientras dice eso camina con la cabeza gacha, como mirándose los pies. Con cada uno de esos gritos, más claro me queda. Es evidente que le grita a la novia y que está muy enamorado. Parece que lo han engañado, que le han mentido y que seguramente quieren explicar algo que para él en este momento es inexplicable. Pero a pesar de eso, él la escucha, le deja un espacio para que ella hable, un espacio donde se filtran los truenos y el ruido de las gotas estrellándose en el piso. A pesar de mi aletargada imaginación, yo intento completar ese fragmentado diálogo. Y no sólo me imagino las respuestas de ella. También se me la imagino a ella. Me la imagino tirada en la cama, sosteniendo el teléfono con su hombro desnudo, en bombacha y sin corpiño, retorciéndose el pelo rubio y brillante que todavía tiene olor a shampoo. También me la imagino con la misma edad que el muchacho, o quizás un poquito más chica, de cara blanca y ojos claros. Sospecho que le debe estar diciendo con un tono risueño y despreocupado: Pero no, no es así, mamá quizá no me vio entrar. Te lo juro, che, no seas exagerado, mamá creía que yo no había vuelto todavía.

La lluvia sigue. El muchacho está empapado y camina de un lado a otro de la vereda sin soltar un solo segundo su diminuto teléfono. La campera que antes era de color verde, ahora, de lo mojada que está, parece negra.
Y yo sigo pensando en su novia, pero sin sacarle la vista de encima al muchacho. Hasta que en un momento se detiene enfrente del balcón y mira hacia arriba. Creo que me está mirando, que por fin ha descubierto mi secreto, el secreto que ninguno de los que están del otro lado de la puerta de mi habitación sabe. Porque nadie sospecha siquiera qué hago en esa habitación durante el día. Piensan que me la paso acostado, leyendo. Pero no, no saben que me paso la mayoría de las horas mirando por este balcón, elucubrando, viendo a la gente pasar ensimismada, sobreviviendo. Me asusto un poco y retrocedo un par de pasos. Entro y me escondo. Pero no resisto, lentamente comienzo a mirar de nuevo. Ya no está mirando hacia arriba, ahora lo hace de un lado a otro de la calle, como buscando una dirección para echarse a correr. Después de un rato se tranquiliza. Salgo y me paro en el mismo lugar donde estaba antes. Desde acá no puedo ver si llora, y menos con este aguacero que moja hasta los calzoncillos, pero por los gestos lentos que hace y que contrastan bastante con la velocidad de los autos, me imagino que sí, que sus lágrimas ruedan por sus mejillas, camufladas por la lluvia, mezclándose, dulces, al entrar en su boca.
Grita: ¡Esto se terminó, oíste, se terminó!
Corta.
Guarda el teléfono en el bolsillo del pantalón, se sienta en el cordón de la vereda con los codos en las rodillas y las manos colgando por delante. Desde los puños de la campera gotea más agua que de cualquier otro lugar. Los autos comienzan a pasarle muy cerca de los pies y a toda velocidad, iluminándole las zapatillas blancas.
Pasan unos minutos y se para. Da un paso hacia delante, medio tambaleante, y se frena de súbito. Ya está en la calle, casi entorpeciendo el recorrido de los autos. Tiene los ojos cerrados y no para de llover. Con las manos se cubre la cara y los codos se los clava en el estómago, quedando medio encorvado, como si le hubieran dado un fuerte golpe de sorpresa. Las luces ahora le iluminan todo el cuerpo. Yo sigo observando desde el balcón, impávido, no me quiero mover, no quiero perderme lo que en instantes sé que va a suceder.
Lo miro, quiero gritarle, pero no lo hago, y aunque le tenga un poco de temor a eso que todos llamamos destino, decido dejar que todo suceda como creo que está destinado a suceder.
Por la vereda no veo pasar a nadie, como si a todas las personas que diariamente pasan por acá, a esta misma hora, se los hubiera tragado la tierra. Como si se tratara de un complot natural, ese complot natural y fatal al que todos nos someteremos algún día. ¿Será posible? Si no, cómo se entiende que en una de las calles más transitadas de esta ciudad no haya ninguna persona que lo pueda ayudar, que le pregunte qué es lo que está haciendo y que, al menos, lo haga recapacitar. Pero al fin, cuando me doy cuenta que soy el único testigo, decido no seguir mirando. Entro rápido a la habitación y de nuevo me recuesto en la cama a esperar el sueño. Pero tengo el oído y la mente allá abajo, la vista en las manchas del techo, y después en algunos de esos adornos llenos de polvo en la biblioteca, pero el oído y la mente están allá, donde está ese muchacho, solo, a un paso de lo irreversible.
El sueño ni se asoma, y los ojos están tan abiertos que parece que se quieren escapar de la cara.
Hasta que oigo una frenada. ¡Lo sabía!
Cierro con fuerza los ojos, sabiendo que ocurrió lo que tal vez, por dentro, clandestinamente quería que ocurriera. Irrumpen de nuevo un montón de pensamientos. Ya no son aquellos de la novia rubia acostada en la cama retorciéndose el pelo y sin corpiño. Ahora son otros, de remordimiento, como de puntas de lanza pinchándome el pecho. Comienzo a pensar: ¿Por qué no lo ayudé? Quizá sólo era gritarle algo desde este estúpido balcón, desde esta estúpida oscuridad, con esta estúpida boca. Por lo menos para que lo distrajera, que reaccionara y que, aunque no lo soporte, el muchacho me gritara, furioso: ¿Qué se mete en la vida de los demás, viejo de mierda? O a lo mejor, quizá, sólo me hubiese hecho una seña, dándome la espalda y se hubiera ido caminado hacia su casa, sano y salvo. Pero no, nada de eso hice.

Un momento después de la frenada se produce un terrible silencio, ese silencio que precede a las grandes tragedias, que sólo traen y atraen fuertes gritos y más gritos. Parece como si todo se hubiera detenido. Yo también me quedo quieto en la cama. Me siento cómplice de lo que ha pasado. No, no me siento cómplice, pensándolo bien es peor, me siento autor, autor responsable y directo de este horrible desenlace. Y como autor que soy tengo que ir a ver lo que provoqué con mi cobarde pasividad. Pero los pies me pesan y estoy como con una terrible fatiga, embotado en la cama. Me cuesta, pero al final junto fuerzas y lo hago. Todo con pausados movimientos, como si la habitación y el balcón estuvieran cubiertos de agua. Salgo y veo las luces del auto que se reflejan de una manera tenebrosa en una calle brillante y de medianoche. La veo distinta, como si no fuese la misma calle de antes. Las luces rojas de las balizas que titilan también le dan una imagen aterradora a la situación. El auto está parado en el medio de la calle. Lo primero que observo es que la puerta del conductor está abierta (oigo todavía al motor en marcha). Después miro delante del auto, donde supuestamente debía estar el muchacho de campera verde. No hay nadie, ningún cuerpo tendido en el piso en una postura extraña. Levanto un poco la vista y al fin lo encuentro, parado en la vereda, contra la pared. Está abrazado a otro muchacho al que no le puedo ver bien la cara, pero que de contextura es muy parecido a José, quizá solamente un poquito más bajo. Ya no hay más gritos. Antes de separarse y de subirse al auto se dan un largo beso en la boca. El muchacho de campera verde se sienta del lado del acompañante. El otro cierra su puerta, toma el volante y salen a toda velocidad. Me quedo mirando como se pierden de mi vista junto a los otros autos.

La lluvia ahora está parando de a poco y los truenos ya se oyen a lo lejos. Entro a la habitación y no enciendo la luz, prefiero seguir en esta oscuridad, oscuridad que todavía protege mi secreto. Voy lentamente hacia la cama y me acuesto a esperar el sueño. Intento dormirme cerrando los ojos con ganas, pero no puedo, otra vez oigo gritos. Decido quedarme acostado y no salir a mirar. Enseguida comienzo a pensar en el próximo miércoles y en la visita de José.

Abajo siguen gritando.

Cuento publicado por la Revista Río Negro

La revista argentina-chilena Colectivo Río Negro publicó un cuento mío en su edición Nº10.
Además de narrativa, la revista tiene poesía, ensayos, artículos, reseñas, fotografía, dibujos, etc. 
Este es el link para bajarla: http://issuu.com/rionegro/docs/r__o_negro_10_f
(Mi cuento está en la página 64.)



Una negrita haciendo señas (cuento de Dalton Trevisan - trad. Matías Aldaz)

Seis y media de la tarde, en la ruta. Pantalón azul fuerte y pulóver rojo.
—¿Me lleva, joven?
Le gustó ser llamado joven. Ella sonrió: ningún incisivo superior.
—Subí.
Sandalia vieja de cuero. Sin cartera.
—¿De vuelta del trabajo?
—Estoy de levante.
—No me diga. ¿Hacés eso todos los días?
—Cuando no llueve.
—¿Desde hace mucho tiempo?
—Hace un año. Una rubia me trajo. Ella también levanta.
—¿Quién fue el primero?
—Mi novio. Quería saber si era señorita.
—¿Quedaste embarazada?
—Tuve un nene. Casi un añito. Con lluvia o sin lluvia, son dos cajas de leche por día.
—¿Tus padres saben?
—Piensan que trabajo de empleada doméstica.
—¿Cómo levantás?
—Hago señas. Hasta que alguien para. A veces queda como cliente.
—¿A dónde van? ¿A alguna casa?
—Qué casa. En el camino. En el matorral.
—¿Vos hacés todo?
—Lo normal.
—¿Sentís algún placer?
—Difícil. Ellos siempre están apurados.
—¿Cuánto cobrás?
—Cinco pesos.
—¿Hoy fue bueno?
—Hoy no gané nada. Hay días buenos. Depende de la suerte.
—¿Cuál es el peor día?
—Cuando llueve. O mucho frío. Y prendo un fueguito debajo del puente.
—¿Y la peor hora?
—La del almuerzo. En ese momento no paran.
—¿Vos almorzás?
—Yo, no.
—¿Cómo venís?
—Tempranito salimos de casa, yo y la rubia. Andamos por un largo trecho. Miedo de mis padres. Ahí empezamos pidiendo que nos lleven. De repente uno para.
—¿Y la vuelta?
—Cuesta más. Todavía si hay amenaza lluvia.
—¿Ya dormiste en la ruta?
—Un par de veces.
—¿Cuando amanece lloviendo?
—No venimos.
—¿Cuál fue el mejor día?
—El día que enganché siete.
—Ya tengo vista en la ruta ese pantalón azul.
—¿De dónde es usted?
—Estoy de paso. ¿Hay muchas como vos?
—Una en cada curva. Mucha nenitas. De trece y catorce años. Pero parecen mayores.
—¿Dónde?
—En el matorral. Escondidas.
—¿No quedan embarazadas?
—Son bobas como yo.
—Esos dientes. ¿Qué te pasó? Tan joven.
—Dolía el del medio. Bien acá en el frente.
—¿Quién te atendió?
—El dentista del gobierno.
—¿Por qué te sacó los otros?
—Yo le dije: “Duele acá”. Y él: Ya viste, por desgranar choclo. Y ahí arrancó los cuatro.
—Llegamos. Acá bajás.
—Hasta cualquier día, joven.
La sonrisa pura de esa gran fiesta de vivir.





La teoría del lugar vacío para estacionar

Cinco de la tarde. Una calle cualquiera de la Capital federal.
—Má, ¿por qué Uma no cree en Dios? —pregunta el nene de delantal blanco que camina al lado de la mamá.
—Por que no cree, nomás, Félix.
—Pero, ¿por qué? Decime.
—Capaz porque Uma debe ser un poco desconfiada, nada más.
—¿Cómo desconfiada, má?
—Y porque no confía en lo que le dice la mamá, y capaz que necesita más pruebas para creer en algo. Eso.
—¿Pruebas? ¿Pruebas de qué?
—A ver, por ejemplo, ¿ves este lugar vacío?
Un viejo auto blanco y otro verde agua, a seis metros de distancia. En el medio, como para poder estacionar, un lugar vacío cualquiera de la Capital Federal.
—Sí, má, ¿qué pasa con ese lugar?
—Bueno, si yo te digo que ahí hay un auto, ¿vos me creerías?
—Sí, má, si vos me lo decís, yo te creo. En ese lugar vacío hay un auto —repite Félix.
—Bueno, si la madre de Uma le dijera lo mismo, ahora, acá, Uma no le creería, porque es desconfiada.
—¿No?
—No, y tampoco le creería aunque la madre le dijera que ese auto chocó a una persona y la lastimó mucho.
—¿Pero cómo no le va a creer eso, má?
—No, y tampoco si la madre le mostrara a la persona lastimada y esa persona le dijera a Uma: ése fue el auto que me chocó. Creo que Uma seguiría necesitando más pruebas.
—¿Más todavía?
—Sí. Y estoy segura que aunque la madre le trajera a doce personas que aseguraran haber visto el accidente, Uma, ni así, capaz, le creería. ¿me entendés, Félix?
—Pero qué desconfiada que es esta Uma, ¿no, má?.
—Sí, se ve que sí, Félix.
—Debería creerle más a la madre así cree en Dios, ¿no, má?
La madre le acaricia el pelo y le sonríe en silencio.
—Sí, como me creés vos, Felixito.
Félix salta de contento. Caminan hacia la esquina.
Antes de doblar Félix le dice a la madre, sin dejar de saltar, que esta noche quiere que le cocine zapallitos rellenos. La madre le dice que sí sin mirarlo y lo abraza. Félix deja de saltar. Se deja abrazar. Y cierra los ojos.

D'accord



I
Tres de la tarde. Barrio de casas altas. Vereda donde no da el sol.
—¿Por qué siempre veo animales muertos con vos?
—¿Animales muertos?
—Sí, vimos esa paloma recién, y la semana pasada la rata esa que parecía un perrito, que estaba aplastada en el cordón de la vereda.
—Bueno, esta ciudad está llena de esos animales. Son nuestros animales típicos, de los que se ven y de los que no se ven. Y los animales típicos se mueren, los que se ven y los que no se ven.
—Sí, lo sé, pero lo que pasa es que siempre los veo con vos. Cuando camino sola nunca me pasa.
—Quizá sea porque yo siempre estoy atento al suelo. Así también encuentro plata muchas veces.
—Yo también estoy atenta, y también encontré plata varias veces. ¿Te acordás esa vez que encontré cincuenta pesos?
—Sí, me acuerdo bien. Nos salió gratis la comida china y el vino.
—Sí, esa. Pero lo que te quiero decir es que cuando camino sola jamás encuentro animales muertos.
—¿Y encontraste plata caminando sola alguna vez? Y acá, no allá.
—No, creo que no. Pero…
—Bueno. Un poco y un poco te doy. Los animales muertos serían el lado de adentro del suéter, con todos los hilos colgando, los colores invertidos y…
—Prefiero no encontrar animales muertos.
—Bueno, tampoco es para tanto. ¿No creés? Sólo fueron dos. Y además, creo que quizá tenés esa sensación porque fueron muy seguidos. Porque, ¿lo de la rata cuando fue?
—El viernes.
—¿El viernes?
—Sí, fue el viernes a la tarde, cuando volvíamos de comprar facturas.
—Viste, por eso. Hoy es lunes. Pasó muy poco tiempo.
—¿Vos creés que es sólo por el tiempo que pasó entre uno y el otro?
—Sí, exacto. Si a la rata la hubiésemos visto el mes pasado, no me estarías diciendo esto. Ni te acordarías. Es sólo un problema de memoria.
—No creo. Te lo estaría diciendo igual. Porque desde que vine acá, hace casi un año, es la primera vez que vi a animales muertos...
—Que veo.
—Perdón, que veo a animales muertos en la calle.
—Bueno, ahora ya estás exagerando.
—En serio, te lo juro.
—El serio no te sale muy bien tampoco. Debe ser porque no arrastrás un poquito la erre, y además porque la i te sale casi como una e.
—Ay, siempre corrigiéndome. Vos sos el único que me decís eso, todos me dicen que hablo muy bien el español.
—Castellano. Y castellano rioplatense, para ser más preciso. Salvo que quieras hablar ese español de España insulso.
—Está bien, castellano rioplatense. Pero lo hablo bien… todo me lo dicen.
—Sí, lo hablás perfecto, ya te lo dije. Y mejor que muchos argentinos que conozco. Pero me dijiste que te corrigiera para ayudarte.
—Sí, pero… quizás no cuando estamos hablando de algo serio.
—¿Esto es algo serio?
—Sí, es algo serio ver animales muertos en la calle cuando salgo con vos.
—Y, quizás… Quizás tenés que salir más sola.
—Sí, voy a tener que empezar a salir más sin vos, entonces.
—Y a mirar más el suelo.
—Y a mirar más el suelo, claro.
—Qué viento que hay, ¿no?
—Sí, es terrible. ¿Comemos algo? Porque yo ya tengo mucha hambre.
—Dale. Vamos a El bochín, que está acá nomás.


II
Siete de la tarde. Cama.
—¿Dormí algo?
—Sí.
—¿Cuánto?
—Como una hora y media, más o menos.
—¿Tanto? Ni cuenta me di. ¿Y vos dormiste?
—No.
—¿No?
—No, ni un poquito.
—¿Y qué hiciste mientras yo dormía?
—Nada.
—¿Nada?
—No, nada. Sólo te dejé que duermas.
—Que durmieras.
—Ah, que durmieras, perdón.
—¿Y no te aburriste?
—No. No es aburrido verte dormir.
—¿No?
—No, es hasta más divertido.
—Más divertido que cuando estoy despierto, ¿no?
—Yo no dije eso. Es más divertido que hacer otra cosa, como leer, por ejemplo.
—Depende qué leés. Si leés a Florencia Bonelli, te creo.
—Qué tenés contra Florencia Bonelli. Es la escritora argentina que más me gusta. A las mujeres nos encanta.
—Puedo entender que haya literatura para niños, porque quizá la temática superficial debería ser diferente. Ya no lo acepto tanto en la literatura para los adolescentes. Pero que haya literatura para mujeres, casi exclusivamente, eso ya no lo puedo aceptar bajo ningún punto de vista. La literatura es para todos, y es buena o es mala. Y se acabó. ¿Nunca se te ocurrió probar con El gran Gatsby?
—Cuando te ponés intolerante no me gustás nada.
—Me preferís durmiendo, ¿no?
—Sí, la verdad que te prefiero durmiendo.
—Probá con El gran Gatsby, haceme caso.
—Mejor me voy.
—¿Adónde?
—Me voy a pasear sola, a ver si me encuentro con animales muertos en la calle.
—Y si encontrás plata vamos a media.
—Sí, avisame.
—Chau.
—…
—Al menos saludá, che.
—Sí… Chau… Ah, y esta noche no me esperes, duermo en lo de Laura.
—Mandales mis saludos.
—D'accord.

También se muere viviendo

Salgo a caminar por la calle Corrientes. Son las 13.15 del miércoles. Camino desde Callao hacia la 9 de Julio. Una cuadra antes de llegar a la avenida, doblo por la calle Libertad. Camino por una angosta vereda, en la que hay que ir esquivando hombros, casi como bailando el pericón a cielo abierto, pero claro, sin música. Llego a Diagonal Norte (una calle que atraviesa de manera oblicua el centro y el microcentro) y que desde la calle Libertad hasta Carlos Pellegrini es peatonal. Camino y me detengo a mirar la cartelera del cine Arteplex: un cine que está medio disimulado, y que pasa películas no tan comerciales (casi todas europeas), que las grandes cadenas de cine se niegan a exhibir. El sol casi está en el centro del cielo y hay muy poca sombra. Miro los carteles de las películas que se están proyectando esta semana. Las personas pasan detrás mío a toda velocidad; las siento, y también las veo, cómo se reflejan, efímeras y desformadas en el vidrio donde están los carteles. Hay tres películas distintas. Miro las dos primeras casi fugazmente, y me detengo en la última. En él hay un hombre que tiene la mirada perdida en un horizonte que el cartel no muestra. Miro esa fotografía atentamente; hay algo que me atrae en ella. Ingreso al cine de manera impulsiva. A la izquierda hay un kiosco, y detrás del mostrador una chica con la boca abierta, mirando el televisor que está colgado de la pared. A la derecha está la boletería. Me acerco. Encima del vidrio que me separa del que cobra la entrada, hay un tablero de plástico blanco sobre letras negras donde figuran los títulos de las películas, los días y los horarios. Leo: Lejano – 13.20. Miro el reloj: 13.28. Le pregunto al boletero por el hueco del vidrio: ¿Cuánto falta para que comience Lejano? Mira el reloj que tiene en la pared, que está a sus espaldas, y me dice: Empezó hace exactamente tres minutos. Hago que pienso; miro el reloj. Deme una entrada, entonces, le digo. ¿Por dónde entro?, le pregunto. Me señala la puerta que está a mi derecha. Entro. Camino por un pasillo largo, que tiene una leve inclinación y que está iluminado con una luz tenue. Miro mi entrada y leo: sala tres. Le pregunto a una chica que está parada en el medio del salón que comunica a las salas: ¿dónde está la tres? Con una rigidez y el brazo estirado de manera perfecta me señala una cortina negra. Le agradezco y voy casi al trote. La sala está vacía. Apenas un par de señoras paquetísimas, sentadas en los asientos del medio. Me siento casi en la primera butaca que encuentro de manera sigilosa, sin perder de vista la pantalla. La imagen que veo es igual a la del cartel. No la imagen en sí, sino la textura de la imagen, la oscuridad, los colores, la iluminación. Veo a uno de los protagonistas fumando, tirando el humo que se mezcla con la nieve.
La película me atrapa enseguida. Porque Lejano es una silenciosa y poderosa meditación sobre la soledad de un inmigrante y la pérdida de ideales, en un Estambúl nevado. El director turco, Nuri Bilge Ceylan, con un estilo minimalista llega al efecto buscado mediante la acumulación de detalles y la elipsis. Proyecta en su personaje principal a un fotógrafo, que con sus heridas y cicatrices muestra el hundimiento de un individuo afligido por la angustia de la existencia, corrompido por la frustración y el egoísmo.
En un momento del filme, Mahmut (ahora sí lo reconozco, es la persona que está en el cartel) asiste a una reunión de amigos, y afirma delante de sus amigos que la fotografía ha muerto. Pero lo que en realidad está gritando es que quien ha muerto ha sido él, que ha renunciado a sus sueños y ha vendido su técnica para trabajar para una aburrida empresa de cerámicas a las que fotografía sin emoción alguna, recluido en un triste cuarto de su espaciosa e inhabitada vivienda.
Detrás de ese aparente hieratismo, Nuri Bilge Ceylan construye una película de poderosa escritura, donde rebosa la intencionalidad. Planos a veces casi inmóviles desbordan mucha tensión. Una aparente sobriedad monocromática que ofrece numerosos matices. Pocos planos que dicen mucho.
La cuestión de fondo es percibir que Lejano duele en ese personaje sin esperanza, sin proyectos. En ese Estambul blanqueado por la nieve; en ese barco encallado; en una mujer celada; en la multitud de pequeñas mezquindades de ese patético fotógrafo prepotente y maniático que es incapaz de ser generoso con quien le está pidiendo ayuda. Por todo eso y por mucho más, Lejano parece hablar desde las sinuosidades más profundas del propio director, al mismo tiempo que relata la intranquilidad de un mundo que huye hacia ningún lado.
Salgo del cine y me detengo de nuevo a mirar el cartel de la película. Ahora sé hacia dónde mira el tipo que está en la foto.