La felicidad



Son las nueve de la noche. Es jueves y hace frío en Buenos Aires. Camino por la calle Corrientes hasta el cine Lorca. Cuando llego, me paro frente a la cartelera como para elegir qué voy a ver (hay dos películas esta semana). Pero eso de elegir, en realidad, no es verdad, estoy fingiendo, porque internamente lo sé muy bien. De todas maneras observo los carteles, que pegados en esas enormes puertas de vidrio del cine, lucen más lindos que en cualquier otro lugar. Entro. Hola, una entrada para El invitado, por favor, le digo al hombre de la boletería. Doce pesos, me dice, conciso, mirando hacia fuera. Antes que les dé esos doce pesos ya me entrega la entrada. La agarro, me doy vuelta y advierto que en el pequeño hall del cine no hay nadie, apenas está el que corta las entradas, parado frente a una alta urna de madera que la usa para apoyar las manos. Lo miro y voy directo hacia él. Dos metros antes de llegar ya me extiende el brazo izquierdo. Toma la entrada y como en un pase de magia, rápido y con una precisión envidiable, la corta con una sola mano. Levanto la vista y lo miro, asombrado. Le ofrezco una sonrisa en agradecimiento. Pero él me mira serio, y enseguida agacha la cabeza. Ingreso a la sala, y, apenas estoy adentro, caigo en la cuenta que soy la única persona. En algún punto esto me da felicidad; porque pienso que voy a poder elegir la butaca que quiera. (Más adelante, más atrás, al costado, al medio… donde quiera.) Pero al dar un par de pasos más por el desolado pasillo, y viendo la inmensidad de la sala, vacía, me asalta otra sensación, que no es justamente de felicidad. Es extraña, rayana a la tristeza, pienso, y dudo. Pero no, enseguida la confirmo, es tristeza, pura. Y no es extraña como había pensado al principio, porque es la misma sensación que tuve hace algunos años, aquella noche en que mi papá decidió cerrar el cine para siempre. Aquella noche de nuevo no había ido nadie a ver la función que él había programado con más de dos semanas de anticipación. Lo recuerdo a ese día como si fuera hoy. Lo recuerdo a papá sentado, solo, en la boletería, con el peinado brilloso por la gomina. De traje marrón, con el talonario de entradas entero en su mano izquierda, y el sello ya entintado con la fecha del día en su mano derecha. Lo recuerdo a papá esperando ver entrar a alguien en el hall de azulejos verdes y encerados, de techo circular e imponente. Lo recuerdo mirando el reloj a cada ratito, como queriendo que los minutos duraran mucho más de lo que duran, que se estirase el tiempo en tomar esa decisión que más tarde finalmente tomaría. Lo recuerdo salir de la boletería diciendo que se apagara rápido el cartel CINE OPERA, que titilaba rojo y azul, y que reflejaba en la vereda vacía de ese jueves. De aquel jueves de estreno, en que no entró nadie -ni siquiera esas dos personas por las cuales a veces mi papá justificaba la función-, lo recuerdo todo, hasta las mismísimas palabras que usó para darle fin a esa aventura de toda su vida, esa aventura de ser el dueño del cine de la ciudad, de pasar películas. El domingo que viene es el último día de función, vamos a cerrar, dijo al aire, sin pretender que nadie lo escuchase, como si se lo estuviera diciéndoselo a él mismo, para auto-convencerse de la determinación que había tomado. Pero sí que lo escucharon; yo al menos lo escuché, y lo recuerdo hasta hoy, y quizá lo haga toda mi vida.

Me interrumpen ese pensamiento la música francesa con la que comienza la película y la aparición en escena del actor Daniel Auteuil. Y la felicidad, vuelve. La felicidad que me da estar sentado en una butaca de cine, ante una inmensa pantalla en la que todo un mundo se puede ver. Vuelve la felicidad de disfrutar de una función, de una película. La felicidad de estar dentro de un cine.