El próximo anfitrión


El chico nos preparó los menúes en tiempo record, en menos de un minuto (el taylorismo, de parabienes, pensé). Pedimos mayonesa y ketchup. Puso los sobrecitos en la bandeja y nos fuimos. Estábamos en el Burger King de Santa fe y Ecuador, el que tiene dos pisos. Mi novia decidió ir al de arriba. Acá hay mucha gente, me dijo para persuadirme. Y subimos las escaleras charlando sobre la persona que nos había atendido. Viste que casi todos los que trabajan en estos lugares son personas retraídas, tímidas, me dijo. Yo me quedé pensando, como casi siempre que me refriegan estadísticas, tengan o no un buen estudio de campo. Cuando llegamos arriba me sorprendió que sólo una mesa estuviese ocupada. Así y todo, nos costó elegir la nuestra, esto se debe a que soy un imperturbable e influyente indeciso. Al final elegimos la que estaba pegada al ventanal que nos mostraba la calle Santa fe en tiempo real. Y por fin comenzamos con los rituales consumistas. Yo comí en el mismo tiempo que tardo en comer una milanesa a la napolitana con puré en la cocina de mi casa, contando también la entrada y el postre. Ella sí, tardó bastante menos, el necesario para este tipo de comidas. Cuando todavía quedaban pocas papas fritas, apareció por detrás de nosotros, un chico vestido con el correspondiente uniforme de trabajo, rascándose la cabeza con una mano y con la visera negra en la otra. Más estudio de campo, pensé. El chico era alto y muy flaco. Al vernos se puso de inmediato la visera. Al ratito comenzó a limpiar meticulosamente las mesas que estaban alrededor de la nuestra con un trapo celeste desteñido. Qué te dije, me dijo mi novia. Lo observé y vi que limpiaba, no la parte superficial, sino la parte de abajo de las tablas de las mesas. Miré hacia todos lados y no había nadie que lo estuviese controlando. Ordenes son ordenes, con una vez que se lo diga, ya basta, le contesté, con tono sarcástico. Es el perfil de personalidades que buscan en estos lugares: son personas que nunca van a cuestionar nada, y además viste que ninguno pasa de los veinte años, me dijo, hablando bajo para que no escuchase el chico. Va a ser seguro el próximo “Anfitrión del mes”, le dije. Crew, me contestó. No, eso es en los Mc Donal’s, le dije. Lo miré de nuevo al chico y ahora limpiaba la parte de atrás de los respaldos de las sillas que están amuradas al piso, y que también son, igual que la partes de abajo de las tablas de las mesas, muy difíciles que se ensucien. Tampoco pueden estar afiliados a ningún sindicato, y sus contratos laborales son bastante particulares, esos fueron algunos de los requisitos solapados que impusieron para instalarse en el país, le dije. Sería una corporación importante, me contestó mi novia. De pronto, oímos ruidos y al unísono, nos dimos vuelta: un hombre junto a dos pibes de no más de diez años cada uno, se habían sentado en una mesa detrás de nosotros. Pero no alcanzaron ni a comer una sola papa frita, que el chico se acercó y amablemente les dijo que el lugar ya estaba cerrado. Se pararon y se fueron sin decir nada. Ya nos vamos, le dije al chico, con la voz alta, para que me escuchase y con la intención de sacarle alguna sonrisa. No, no, no se preocupen, quédense, me contestó, pero sin reírse. Fue una muy buena indirecta, le dije, casi acompañado de una carcajada. Por fin, ahí sí, me miró y se sonrió sin acotar nada. Levantamos las bandejas y las llevamos hasta el basurero. Cuando íbamos bajando las escaleras, nos cruzamos con otro chico, pero que tenía un uniforme diferente al que vestía el que estaba arriba. Nos saludó amablemente, y sin mirarnos. Al salir, esquivamos el cartel que estaba en el medio del pasillo, y que pedía por favor que tuviésemos cuidado con el piso recién lavado. Llegamos afuera y los dos nos cerramos las camperas. Qué rica estaba mi hamburguesa, le comenté, toqueteando los cuatro sobrecitos (tres de mayonesa y uno de ketchup) que tenía en el bolsillo del vaquero. La mía también, me contestó. Comenzamos a caminar por Santa fe hacia Ecuador, y el cartel del Burger nos iluminó las espaldas hasta que doblamos la esquina.

La casa de Julio

 La primera vez que leí algo de Cortázar fue a los dieciséis años. Recuerdo que era de una colección que venía con el diario La nación. Se lo había comprado a Manolo Garrido, en aquel negocio que tenía por la calle Colón, en Paso de los Libres.
Yo apenas conocía a Julio Cortázar. Sólo había escuchado que era uno de los grandes de nuestra literatura (y no había escuchado mal). Lo que adquirí aquel día fue Rayuela: un mamotreto de tapa dura y azul. Recuerdo que no llegué ni a terminar el primer capítulo. Y era entendible, quizá no estaba preparado para esa gran catarata literaria que me proponía Cortázar. Pero tuve una segunda oportunidad, y fue acá, en Buenos Aires, y no fue con Rayuela.
Pasó así: un día, cuando apenas hacía dos meses que había venido desde Paso de los Libres, salí a pasear por ésta ciudad que tanto yo desconocía. Caminé por Santa Fe, desde Scalabrini Ortiz hasta Coronel Díaz, observando cuanta vidriera había. Al volver a mi departamento, y caminando por la calle Marcelo T. de Alvear, me topé con una librería de venta de libros usados. No dudé, entré y empecé a recorrer con la vista los lomos de los libros. Había de todo y todo estaba muy bien organizado, como para hacer mucho más fácil la búsqueda. Yo, en ese momento no buscaba nada en particular, tampoco ahora lo hago cuando entro a una librería; siempre trato de dejar que ése libro, que inconscientemente ando buscando, me sorprenda y se coloque delante de mis ojos. Así, buscando, me sorprendió uno: “Treinta Cuentos Argentinos 1880 a 1940”, rezaba la tapa. Lo abrí, y leí su índice. Borges, Quiroga, Payró, eran algunos de los autores de los cuentos de un lado de la página. La di vuelta y había más, seguí leyendo: Guiraldes, Macedonio Fernández… Hasta que lo vi. El apellido Cortázar se cruzaba nuevamente delante de mis ojos. Leí Cortázar, y encima de su nombre, el título del cuento: Casa Tomada (incluido en su primer libro, Bestiario, 1951). Fui inevitable: lo cerré, fui hasta la caja, lo compré y volví a paso rápido a mi departamento. Apenas entré fui derecho a la cama y comencé a leer ése cuento. Lo leí de un tirón, acostado, casi sin moverme. (Asumo que muchos de los que están leyendo este artículo ya leyeron ese cuento, pero yo igualmente se los voy a recordar de manera sucinta.) El relato, que según los críticos, había sido el primero de Cortázar, trata sobre dos hermanos que nunca se casaron, que viven en una casa antigua e inmensa, y donde sus únicos quehaceres son mantenerla limpia y ordenada. Todo marcha bastante bien, hasta que un día comienzan a escuchar ruidos, susurros, y por eso tienen que ir abandonando por partes la mansión, pensando que está siendo tomada por intrusos. Se van recluyendo hasta que esos intrusos acaban por ocupar toda la casa y por el cual esos hermanos, se dicen para ellos, deben marcharse. Al dejar la casa (con una facilidad y resignación notable), tiran la llave por la alcantarilla, porque, como dice al finalizar el cuento: “No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada”. Lo trascendental de este relato es que Cortázar en ningún momento deja claro de qué naturaleza son esos intrusos, dejando lugar a numerosas interpretaciones.
Una de esas interpretaciones relaciona al cuento con una alegoría antiperonista. Donde la casa tomada sería la Argentina tradicional que debe ir retrocediendo bajo la avanzada del peronismo. La visión de esta obra cortazariana ha significado un verdadero anatema del autor por parte de la cultura oficial peronista, que durante muchos años lo calificó de gorila. Cortázar nunca se defendió de esa interpretación, decía que bien podía ser válida. Sin embargo, también decía que la idea del cuento provenía de un sueño.
Otras de las interpretaciones es la de incesto entre esos dos hermanos, sostenida por el propio Cortázar, en el cual, ambos, Irene y el narrador (los hermanos), forman una sociedad endogámica, aceptando sin inconvenientes esa situación.
Pero más allá de estas dos interpretaciones, yo les voy a contar la sensación (¿acaso interpretación?) que tuve aquella primera vez que lo leí. Todavía la recuerdo, me había atravesado todo el cuerpo: era un miedo insondable. Quizás por los fantasmas que me imaginé que recorrían esa casa y que no dejaban en paz a esos dos hermanos. O tal vez por la tensión provocada por un inminente ataque de los otros a esos desprotegidos hermanos. También pensé, después de leerlo, que esos dos hermanos fácilmente podrían llegar a ser esos fantasmas, y que se irían replegando ante la llegada de los verdaderos y reales habitantes de la casa.
Ciertamente, el cuento de Cortázar podría enmarcase bajo el género fantástico, pero de la manera en que está narrado, con un realismo rabioso, hace que ni experimentemos esa fantasía. Que pensemos en personas, o tal vez, en fantasmas sí, pero sin salirnos de un realismo que nos transporta y nos hace transitar por toda esa casa.
Uno podría tomar cualquiera de estas interpretaciones antes de leer el cuento (si es que aún no lo leyó), o después de leerlo (si es que va a leerlo), y adaptarlas a su gusto y piacere, seguro se ajustarían. Pero más allá de esas interpretaciones, sensaciones, la mejor manera de disfrutar de él (y de casi todos los cuentos, de Cortázar o de cualquier otro escritor) es dejándose llevar. Sí, en este caso, dejando que Cortázar nos cuente esta hermosa historia. Que nos tome de la mano, que nos presentes a esos hermanos tan particulares y nos transporte por toda esa casa. Por ésa casa, que parece, está tomada.