Para vivir un gran amor

Estoy sentado en un banco de madera en la Estación Callao. Espero el subte que tarda en llegar. Aprovecho ese tiempo y saco de la mochila el libro Para vivir un gran amor, de Vinicius de Moraes, que hace media hora compré en una librería de la calle Corrientes. Comienzo a leer.

Llega el subte. Subo. Me paro frente a la fila de asientos que está inmediatamente a mi izquierda. Están sentados un nene de no más de cuatro años y una persona que parece ser su padre. Están comiendo maníes de una bolsa. Primero los pelan y luego devuelven las cáscaras a esa misma bolsa. Hasta que de repente, se oye un grito alarmante: “Viviana, por favor, no me te vayas”. El grito proviene de un hombre que está justo detrás mío y se lo dice a una mujer que mira desde unos metros más allá, casi donde termina el vagón. Yo, en ese momento, ya había dejado de leer el libro, pero sin cerrarlo. “No me te vayas… era un mensaje de una amiga. Me estaba haciendo una bromita”, gritó nuevamente el hombre. Me di vuelta y le miré la cara. El hombre era alto, con una barba de tres días y despeinado. “No te creo nada, siempre me decís lo mismo”, le contesta con un grito la mujer que está más allá, y que tiene los ojos visiblemente llorosos. Dejo de mirarlos a los dos y enseguida vuelvo la mirada sobre el libro de Vinicius de Moraes. Pero cuando estoy por comenzar a leer el poema que le da nombre al libro, me distrae el nene que está con el padre, y que ya ha dejado de comer maníes. Está con la boca abierta y con la cara llena de asombro, sorprendidísimo. Con esa cara mira al hombre que le suplica a la mujer; después mira a su padre, como pidiéndolo una explicación de lo que está aconteciendo. Enseguida lo miro al padre del nene, para ver qué le dice. Pero nada, se hace o está distraído, mirando exactamente para el otro lado. “Pero Viviana, ¿dónde voy a dormir esta noche, en la casita de los perritos?”, cuando termina de gritar eso, el hombre se da vuelta hacia donde estoy yo y dice: “No hay manera de convencerla, eh”. Yo me río sin decirle nada, y vuelvo al libro, avergonzado. Pero el nene ha comenzado a reírse a las carcajadas apenas termina de escuchar lo de los perritos. Pero enseguida se detiene, percibiendo la seriedad de la situación. Lo que no cambia es la cara, que irradia una sorpresa apabullante; con la boca abierta, inmóvil. El padre seguía mirando hacia cualquier lado, menos a su hijo. “Pero vos viste como es Mir… era una joda, y además estaba hablando de ir a tomar un helado, nada más”, vuelve a gritar el hombre. “Mirá, la verdad es que no quiero verte nunca más en mi vida… nunca más”, le contesta la mujer. Y siguen discutiendo; y que esto y que aquello. Pasan tres paradas y el nene no los deja de mirar, con la sorpresa intacta. Y yo no saco la mirada de ese pequeño, que es, en ese momento, lo que quizás el arte siempre pretende cuando se moviliza hacia nosotros. Quiere dejarnos absortos, que seamos cómplices, ingenuos o no tanto, de lo que nos está mostrando; que nos metamos en ese personaje, en aquella historia; que escuchemos esa música y que ella pueda erizarnos la piel; que observemos esa pintura que nos plantea un mundo diferente al que estamos acostumbrados y que sin miramientos lo creamos posible. Por eso creo que ese nene es el público perfecto para ese grupo de teatro ambulante que todos los días deambula por los subtes de la Capital Federal. Y estoy seguro que si los actores vieran su cara, su sonrisa, ya estarían satisfechos.
Enseguida el vagón comienza a frenar. Una voz me anuncia que hemos llegado a la Estación Medrano. Salgo y me freno para leer las dos primeras estrofas del poema Para vivir un gran amor. Leo:

Para vivir un gran amor se necesita

mucha concentración y mucho tino,

mucha seriedad y poca risa...

para vivir un gran amor.


Para vivir un gran amor es menester

ser hombre de una sola mujer;

pues serlo de muchas, pucha!,

es cosa fácil... no tiene ningún mérito.


Cierro el libro y salgo del subte. El sol me acaricia la cara. Vuelvo a abrir el libro. Enseguida termino de leer el poema.