Carreras


Es domingo. Las nubes encapotan el cielo, parece que va llover. Son las tres de la tarde y todavía no me decido. ¿Voy o no voy?, me pregunto. Pero un mensaje de texto que me envía mi hermano me hace cambiar de opinión. Como no quiero ir solo, intento convencer a mamá para que cambie su cómoda siesta por estar a la intemperie de un día nublado, parada detrás de un guardaray, en el medio de un polvo arremolinado por el viento y por las pasadas de los kartings y las motos. La convenzo. Obvio, no por mi poder de persuasión, sino porque corre Fabio, su hijo.
Nos abrigamos un poco y salimos.
No fui más que una vez al circuito Santa Bárbara. Le pregunto a mamá si es ése, apuntando con la mano cuando todavía vamos por la ruta. No sé, Matías, no tengo idea, me contesta. Hasta que en un momento pude ver algo a lo lejos: varios autos estacionados, amontonados en un descampado, y algunas carpas de diferentes colores. Es ahí, ya no tengo dudas. Allá, le digo a mamá. Doblo y despacio recorro los cuatrocientos metros que me separaban del circuito, entre pozos y charcos. Ingresamos. Entre una gran cantidad de gente, lo veo a Fabio. El también nos ve, y apenas lo advierte, comienza a alejarse de nosotros. Estoy seguro que está sorprendido (creo que mamá no se da cuenta de eso, tampoco se lo quiero decir). Lo sigo con la vista. No quiero alcanzarlo. Reconozco su carpa, su karting y nos quedamos parados al lado. En ese momento no corre nadie por el circuito. No tenemos qué mirar. Nos ponemos a charlar. Intento explicarle a mamá algo que no sé: de carreras, de motores, de pistas. Pero no estamos ahí para mirar carreras, ni escuchar cómo suenan los motores ni lo complicado del circuito. Estamos ahí para verlo a Fabio; para ver a mi hermano; para ver a su hijo.
Fabio no se acerca hasta que pasa un buen rato. Al llegar a donde estamos ni nos saluda. Pero él es así: parco, lacónico. Fabio, le digo, como para avisarle que estamos ahí (aunque sé que él ya nos vio). Apenas levanta la cabeza, como peinando una pelota hacia atrás, en señal de saludo, se mete en la carpa para revisar su karting. La miro a mamá, como para excusarlo, para decirle: vieja, vos sabés como es Fabio, además debe estar nervioso. Pero ella ni me mira a mí; lo mira a él, callada, sabiendo cómo es él. A mi pensamiento lo interrumpen los ruidos que ahora vienen de la pista. Nos damos vuelta. Una de las carreras de motos ha comenzado. Ya largaron, le digo a mamá. No son más de diez chicos que manejan entusiasmados, a una velocidad que desde afuera se ve como si estuvieran paseando. Dan unas vueltas y termina. Me acerco a Fabio y le pregunto por su carrera. Largo último en la Serie porque no pude clasificar, me dice. Al rato llaman a los pilotos por los altoparlantes. Entre ellos llaman al karting número dos, el de Fabio. Sale a la pista. No alcanza a dar la vuelta previa que se queda. ¿Y Fabio?, me pregunta mamá. Se quedó, responde una persona que estaba al lado nuestro y que había escuchado la pregunta. Del otro lado de la pista se lo ve a Fabio, minúsculo, parado al lado del Karting. Voy hasta allá, le digo a mamá. Cruzo toda la pista y llego hasta donde está él. ¿Qué pasó? No sé que le pasó al motor, parece que se tomó, me responde. Al ratito me pregunta si puedo ir hasta la carpa a buscar una camioneta para llevar el karting. Sí, le respondo, y salgo caminando. Apenas doy unos pasos comienzo a trotar, casi sin querer, casi sin pensar. Llevan el karting a la carpa y lo corroboran: no va más. Le digo a mamá: qué temprano nos vamos a ir casa. Ella no se ríe. Pero al final, no es así, comienzan a cambiar el motor del karting de Fabio. Le colocan uno que tienen de repuesto para este tipo de emergencia. ¿Llegan para correr la final?, le pregunto. Sí, me contesta, escuetamente. Detrás de nosotros corren y corren las otras Series. Hasta que llegan las finales: las de motos, y por último, la de karting. Por los altoparlantes de nuevo se oye que llaman a los pilotos. Miro hacia donde está Fabio y todavía están terminando de colocar el motor en el karting. Los ruidos de los otros motores ya chillan alrededor nuestro. Fabio ni se inmuta. ¿Corre?, me pregunta mamá. No sé si llega, le contesto. Pero sí, al final llega. Un par de minutos después el motor ya está en marcha, y Fabio encima del karting. Larga anteúltimo. Son casi veinte corredores. Dan la vuelta previa, se acomodan de nuevo y esperan la señal de partida. Largan. Fabio logra cruzar a dos o tres corredores en la salida, antes de la primera curva. Da la primera vuelta, da la segunda. No se queda más, le digo a mamá. Sí, por lo menos anda, me contesta. Nos reímos. Dan las vueltas de rigor y finaliza la carrera: Fabio termina octavo. Bien, Fabio, le grito cuando se saca el casco. Ni me mira. Me dan ganas de abrazarlo, pero no lo hago.A la noche, antes de volverme a Buenos Aires, lo voy a saludar. Está solo, sentado en la cocina, mirando televisión. Me mira y me saluda sin hablar. Yo lo saludo con un beso en la mejilla. Después del beso me mira sin sonreír. Me subo al auto que me lleva a la terminal y mamá me dice: estaba contento Fabio, ¿viste? Asiento con la cabeza, en silencio. Sin decir que tengo ganas de volver a casa. Sin decir cuántas ganas tengo de abrazar a mi hermano.
(Publicado en el Semanario Horizonte de Paso de los libres, Corrientes, en el mes de octubre de 2009.)