Dialecto

Creo que fue el primer día. O al menos uno de esos días de clases donde uno se pone nervioso por cualquier cosa. Yo había llegado a Buenos Aires para estudiar periodismo deportivo en Deportea hacía menos de dos semanas. Era todo nuevo para mí: la cantidad de autos, las bocinas incomprensivas, los olores, las veredas angostas y llenas de gente, y sobre todo, la gente. Hasta el sol era diferente, oculto bajo una gran capa de smog que lo escondía y hacía que no llegara pleno a ningún lado. Aquel día estaba parado en la puerta de esa escuela con mis primeros compañeros de clase. Recién eran las primeras palabras que cruzaba con ellos. Estábamos los cuatro parados en ronda en la puerta del lugar. Y llegó el momento en que yo hablé, dije: “Son muy cortas las clases, y ainda la profesora llega tarde”. “¿Cómo?”, me preguntó un flaco rapado que estaba parado frente a mí. Volví a repetir lo que había dicho, con las mismas palabras, lentamente, por temor de que no me hubiesen comprendido por la rapidez con que lo había dicho. “¿Qué?”, me volvió a preguntar el más gordo de todos, arrugando la cara. “La clase… que es muy poco tiempo, no llegamos a…”. “No, no”, me interrumpió el flaco rapado: “¿que dijiste recién?” “Eso, que es muy…”, y volví a comenzar con mi explicación. “No, esa palabra que dijiste recién, ¿qué, es guaraní?” Y las risas explotaron en los rostros de todos mis compañeros. Yo los miré sin comprender, y con un poco de intranquilidad. “Soy de Corrientes, quizá es por mi tonada…”, comencé a decirles. Se siguieron riendo ruidosamente, no por mi acento, ni por mi excusa, sino por la ocurrencia ignorante del flaco rapado. “No dije ninguna palabra en gua…” Pero cuando estaba por terminar de decir la palabra guaraní, el flaco rapado que no paraba de reírse me interrumpió: “No, te lo decimos por esa palabra que dijiste, inda o algo así”. Comencé a hacer memoria. A recordar la frase que había dicho, cada una de sus palabras. Y ahí recién la encontré. “Ah, ainda… ¿ainda, dicen?”, les pregunté, sorprendido. De nuevo las risas. Sí, me dijo el flaco rapado, ésa, ainda. Recién ahí me di cuenta que había utilizado esa palabra. En cuestión de segundos tuve que tomar conciencia de la expresión que había utilizado y construir una investigación interna para satisfacer de manera convincente a mis nuevos compañeros. Todo eso entre medio de las risas que por suerte cada vez se iban aplacando más en mi cabeza. “Ainda es una palabra en portugués… ”. Los cuatro me miraron y frenaron súbitamente sus risitas. “Qué raro”, me dijo el gordo que estaba al lado mío: “¿en Corrientes mezclan los idiomas?”, me preguntó con curiosidad, y ya con la cara seria, imitando de manera fiel la mía. En ese momento les conté: “Yo vivo en Paso de Libres, enfrente de Uruguaiana, Brasil, a menos de cinco kilómetros y... ” “Ah, sí, yo pasé por ahí cuando fui a Camboriú”, me interrumpió el petisito, que hasta ese momento no había hablado ni una sola palabra. “Pero no entré a la ciudad”, prosiguió. “Sí, casi todos los que van a las playas del sur de Brasil pasan por ahí”, les dije. La charla se fue desviando para ese lado: para el lado geográfico, y vacacional. “¿Uruguaiana es grande, no?”, me preguntó el gordo que estaba al lado mío. “Sí, es grande”, le contesté. “¿Y vos vas todo el tiempo, me imagino?”, me repreguntó. Ahí dudé. “Todo el tiempo no, pero sí voy bastante seguido”, dije. Cuando parecía que íbamos a cambiar de tema de forma rotunda, y hablar sobre la clase, sobre la carrera de periodismo, sobre fútbol, sobre el gran comienzo de campeonato de (mi) River (que más tarde ganaría) y otras cosas, el flaco rapado volvió con la pregunta inicial: “¿Pero al final, qué significa Ainda?” Y las risas comenzaron de nuevo. Cuando comencé a hablar, de manera seria y con una cara que seguramente reflejaba un fastidio que no podía manejar, que no podía ni quería esconder, mis compañeros ocultaron de súbito los dientes. “Ainda significa todavía. Eso: significa todavía”, les dije, terminante, intentando dar por acabado el tema. “Pero qué, ¿sabés hablar en portugués?”, me volvió a preguntar el flaco rapado, que ya me comenzaba a caer mal (después resultó ser con el que me mejor me llevé). De inmediato no supe qué responder, porque en realidad yo no sabía hablar en portugués, sólo lo comprendía. Pero inflé el pecho y le respondí. “Sí, sé hablar muy bien portugués”, le dije acentuando las palabras para que sonaran más tajantes.
Después de decirles eso ya no quise seguir charlando con ellos, al menos ese día. Y para culminar la conversación miré el reloj y aduje falta urgente de tiempo. “Me tengo que ir, gurises”, les dije. Y las risas volvieron. Pero no les di tiempo para que me preguntaran sobre la palabra gurises. Me di media vuelta y crucé la calle al trotecito.

Advertencia del autor: es muy probable que esta situación pueda darse a la inversa.