El diálogo

Lunes al mediodía. Estoy acostado en mi pieza. Oigo a mamá que me llama para almorzar. Me levanto y voy a la cocina. El televisor está prendido con el volumen bastante fuerte. Nos sentamos: papá en la cabecera (como siempre), y mis dos hermanos y yo, a los costados. Mamá comienza a servir la comida: spaghetti con salsa bolognesa. El primer plato es para papá. Después nos sirve a mis hermanos y a mí. Mamá se sienta y empezamos a comer. Estamos todos en silencio, el único ruido es el del televisor. Están pasando un programa donde lo único que hacen es contar intimidades, como dos viejas en el barrio, pero a escala nacional. En ese programa, una chica joven, rubia, y con una remerita blanca que hace todo lo posible para sujetar unas enormes tetas, le dice a su ex novio (que casualmente está sentado al lado de ella), que es un cornudo. Gaspar, mi hermano del medio, sonríe. Intento cambiar de canal. “No dejá ahí, no hay nada para ver a esta hora”, me dice Fabio, el más chico. No le hago caso, agarro el control remoto y pongo otro canal. Pasan no menos de diez segundos: “Qué, ¿vas a dejar eso? Poné donde estaba”, me vuelve a decir Fabio. Como no quiero discutir, vuelvo al canal de antes. Ahora, el que habla es el ex novio de la chica de las enormes tetas. No, no habla, grita: “Ella también es una cornuda”, aceptando que fue cornudo y que además él le fue infiel. El programa prosigue con el mismo tema, intentado saber quién es el más cornudo de los dos. Obvio, entre ellos no se ponen de acuerdo. Pero para eso está el conductor, que comienza a investigar en sus respectivos pasados, en cada uno de sus amantes. Y rápido llega a una conclusión: el ex novio es el más cornudo. El programa termina. También terminamos nosotros. Los platos, vacíos. Y pienso: este es el momento de hablar, de contarles lo que me pasó, o al menos, de entablar alguna charla. Comienzo: “El otro día me...”. Pero mis primeras palabras son interrumpidas por el arrastre de una silla. Gaspar ya se estaba parando para volver a su pieza. Intento seguir: “... era una entrevista, para un nuevo trabajo, y me fue…”. Pero de nuevo, otra interrupción: “Cómo pueden hablar de esas cosas por televisión”, dice mi papá, molesto, señalando con una servilleta en la mano al televisor. Yo me callo, no opino. Mamá también está callada, juega, arrastra con el cuchillo las migas de pan que están sobre el mantel, de un lado para el otro. Después de pedirle algo a papá, Fabio se para y también se va a la pieza. Aprovecho para cambiar de canal. Pongo MTV (están pasando un video de Catupecu Machu), donde no hay pseudos-reflexiones, preguntas íntimas, ni gente cornuda hablándole a la cámara. Con este clima es más factible charlar, pienso. Continúo con lo que había comenzado a contar segundos atrás: “Vos sabés que me fue bastante bien, y creo que ya…”. Pero de nuevo, otra interrupción. “¿Me pasás las frutas?”, le dice papá a mamá. Ella se para y busca dentro de la heladera, en el cajón de abajo. Pone una banana, una manzana y uvas en un plato. Espero que termine, me paro y vuelvo a la habitación.
Esa misma noche vuelvo a Buenos Aires. Al día siguiente y por teléfono, papá me cuenta que Fabio, aquel domingo, había corrido en Karting en Mercedes y que había llegado primero, con trofeo y todo; que a Gaspar le iban a entregar el auto que había comprado el sábado; que mamá había empezado yoga hacía una semana, y que estaba contentísima; y que a él, el miércoles pasado, en un análisis de rutina, le había bajado de manera notable el colesterol. Entonces yo también aproveché la llamada telefónica para contarles lo mío. Le conté que me había ido muy bien en una entrevista de trabajo la semana pasada, y que ya el próximo jueves comenzaba a trabajar. Se puso contento -imaginé que mi mamá y mis hermanos también se pondrían de la misma manera-. Me felicitó, yo también lo felicité. Nos saludamos, y los dos, al mismo tiempo, cortamos el teléfono.