Carnicería

Ramón, me contestó. Y se agachó un poco, para que nos pudiésemos mirar a los ojos directamente, esquivando los chorizos que colgaban del techo. Él no me preguntó mi nombre, pero yo se lo dije igual. Mi nombre es Matías. Movió la cabeza como asintiendo. ¿Y hoy, que te vas a cocinar?, me preguntó.
Con Ramón hacía rato veníamos hablando, de carnicero a cliente. Charlas rápidas, en la que siempre está todo bien. Un hola, ¿cómo estás? Un bien, ¿y vos?, dichos de manera rápida y sin pensar, y a los bifes, y esto literalmente. Pero no sabíamos nuestros nombres, hasta que esa vez se lo pregunté.

La primera vez que hablé con Ramón ya había notado en mí una tonada que lo llevó a preguntar: ¿De dónde sos? De Paso de los Libres, le contesté y se le transformó la cara. ¿De Paso de los libres? ¿En serio?, me preguntó sin preguntar, con asombro. La cola de gente era larga y esa vez sólo alcanzó a decirme, apurado, que había hecho el servicio militar en ese lugar. Ah, mirá, qué bien, le dije sin pensar y salí con las dos costeletas envueltas en una bolsita con el nudito manchado de sangre.
Siempre voy a esa carnicería que está dentro del supermercado, a la vuelta de mi casa. Antes iba por la carne: fresca, y siempre rica. También por los precios, no lo voy a negar. Pero ahora también voy por Ramón.
Ramón es un hombre amable, con no más de cuarenta años. Tiene la sonrisa blanca, y su delantal es blanco, manchado por sangre vieja que ya casi lo convirtió en marrón. Ramón siempre tiene una receta o una sugerencia para cocinar tal o cual carne, tal o cual corte. Aunque esté último en la cola, esperando, agacha un poquito la cabeza y me saluda. Pero toda esa alegría y esa blanca sonrisa, desaparece, cuando hay tiempo y no hay cola. Ahí ahondamos en una charla sin carnes de por medio y sin apuros. Entramos de lleno en nuestro punto en común: Paso de los Libres. Para mí la ciudad donde pasé un poco más de la mitad de mi infancia y la adolescencia completa. Para él, el calvario donde pasó un poco más de un año. Lo primero que me dijo sobre eso, recuerdo fue: nos hacían levantar a palazos a las cuatro de la mañana para salir a correr hasta el río, hacer ejercicios ahí y después volver antes del amanecer, y todo eso en invierno, no te podés imaginar el frío que hacía. Y sí, yo me imaginaba, el frío de Paso de los Libres, en invierno, cerca del río, donde el pasto queda blanco de la escarcha y sobre el río hay una neblina condensada que lo hace, por lo menos, tenebroso. Mi papá era dueño del cine de Paso de los Libres, le dije ese día, para cortar con los malos recuerdos, sabiendo yo, que los “soldaditos” (como le decía mi papá, y el noventa por ciento de las personas), entraban gratis. Otra vez el “¿en serio?” en forma de una pregunta que no preguntaba. Le conté que aún recordaba aquellos soldados a los que mi papá dejaba entrar gratis en la parte de arriba, cuando el cine era cine y teatro, y cuando tenía la capacidad  para más de setecientas personas sentadas. En ese momento volvieron a emerger los dientes blancos y la cara más alegre de Ramón. Sí, me acuerdo, era casi lo único que teníamos para distendernos un poco, me dijo. Iban tarde, a la trasnoche, le dije yo, interrumpiéndolo. ¡Y cómo disfrutábamos de esas películas!, aunque muchos aprovechábamos para dormir un poco, porque en el destacamento no dormíamos muy bien que digamos, me dijo, con la cara volviendo a ser aquella con la que había empezado a hablarme de la colimba (de ese correr, limpiar y barrer eterno). Nos maltrataban mucho, ¿viste los casos conocidos?, bueno, de esos había un montón donde estaba yo, y también, después me enteré que en todos lados era igual. Fue el peor año de mi vida, prosiguió, moviendo la cabeza de un lado para otro.
Inmediatamente recordé cuando se sorteó mi número para hacer el servicio militar; a mi mamá, rezando, preocupada, para que no me saliera un número alto. Recuerdo que hacía poco habían asesinado en un cuartel de Zapala al conscripto, Omar Carrasco, de tan solo dieciocho años. Por ese caso, y por el maltrato a soldados en distintas guarniciones del país que tomaron estado público, el 31 de agosto de 1994, se suspendió la ley del Servicio Militar Obligatorio, y yo, me salvé, pero esa es otra historia.
El año que me sortearon a mí fue el último año de sorteos masivos y preocupantes. Luego ese mismo servicio iba a ser optativo, con un sueldo, como un trabajo. Pero recuerdo que la revisación médica la tuve que hacer igual, “por la dudas”, habían dicho, por si no se anotaban de manera voluntaria la cantidad de soldados que esperaban. Viajamos a Curuzú Cuatiá con mamá y mi hermano, Gaspar. Un viaje por una ruta espantosa, llena de pozos. Ese día, todas las experiencias anteriores que me habían contado, se corroboraron en un instante; en el instante en que yo me bajé los pantalones para que me pusiesen, parado, y recostado en una camilla, una enorme vacuna; en el instante que me revisaron el culo y la pija (como nos nos gritaron, nos ordenaron), también, parados, en un fila, junto a diez compañeros; en los reiterados instantes que nos gritaban para que hiciéramos una fila allá o acá, o que fuésemos acá o allá; en el instante que gritaban “¡puto de mierda!”, al encontrar a una persona que no tenía el mismo gusto sexual que ellos, que eran hombres, y de la patria, derechos, y humanos. Y pensé “esto recién podría haber sido el comienzo de un larguísimo año”.
Mi mamá y mi hermano esperaron más de cuatro horas afuera de ese predio. Cuando salí le mostré un papel a los dos, decía: Apto para todo servicio. No podré explicar nunca la cara de mi mamá. Ese segundo que me miró y que después, con los ojos brillosos, la giró hacia otro lado, lejos de aquel papel, de lo que estaba escrito, y de cualquier mundo conocido. Seguro viajó mentalmente y se espantó, y yo me di cuenta. Volvimos a Paso de los Libres en silencio, sólo Gaspar hablaba.
Ese día le pedí a Ramón una sola costeleta. Esa que está ahí, y le señalé una bastante gruesita. Para hacerla jugosa, le dije. Con un huevo frito va bárbaro, me dijo y de nuevo le vi los dientes. Me envolvió la costeleta en una bolsita, ensució el nudito con restos de sangre y me lo dejó en la palma de mi mano. Espero no volver nunca más a Paso de los Libres, me dijo, y me mostró de nuevo los dientes. Chau, Ramón, le dije riéndome, y me di media vuelta. Pagué en la caja y fui directo a cocinar la costeleta a mi casa.