La lluvia cae en todas partes (Colección Mulita, 2014)

Contratapa de mi último libro: "Si el cuento es una bomba de tiempo, La lluvia cae en todas partes es la inminencia de un permanente estallido, una cuenta regresiva preciosa y exasperante. Hay algo a punto de ocurrir, algo que amenaza o bien promete cambiar el mundo, cambiar la vida; algo desconocido, de un orden ¿siniestro?, ¿fantástico? Matías Aldaz lo sabe y se regodea —con elegancia y sobriedad— en ese misterio.
Familias trágicas que bailotean al borde del abismo; parejas marcadas por una fatalidad incierta pero latente; amistades ambiguas, sostenidas en silencios atronadores; la rutina como territorio salvaje… y la prosa ajustada, seca y siempre poética de Aldaz que ilumina y envuelve de ternura la desesperación del mundo.
Si un cuento engrandece su potencia desde la compresión, los catorce relatos de La lluvia cae en todas partes son, simplemente, arrolladores"


Mulita es una colección de Resistencia, Chaco, dirigida por Pablo Black y Mariano Quirós. La lluvia cae en todas partes es su quinto libro. Antes publicó a Zalazar, Britos Sánchez, Van Bredam, Ceballos.

Vagón de ostras (revista)

Vagón de ostras es la revista autogestiva, bimestral, de cuento y poesía, que intenta reunir en cada número a autores que contengan diferentes miradas, tonos, voces, poéticas, que interpelen y expandan al lector. Todo bajo la búsqueda de modos alternativos de plasmar la producción cultural contemporánea e independiente.
Acá les dejo los links para bajarla y una entrevista sobre la revista:
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http://www.losebooks.com.ar/2014/08/vagon-de-ostras.html
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Esas nubes (primer cuento de mi primer libro)

—Está bien, te acompaño —me dijo finalmente Cintia.
Había costado convencerla, pero después de un rato sacó ropa de la valija que estaba encima de la cama y se cambió. Se puso un vestido viejo y arrugado. La miré sin decirle nada y salimos hacia la casa de mamá. Cuando llegamos nos estaba esperando en la puerta. Tenía la mañanita roja que siempre usaba y al pelo lo arremolinaba un fuerte viento. Apenas me acerqué me abrazó con fuerza, a Cintia también la abrazó. Entramos. La mesa estaba puesta en el living. Eso me extrañó, mamá nunca la preparaba en ese lugar, sólo lo hacía para la cena de Navidad y la de Año nuevo. Talvez en algún que otro cumpleaños importante, pero nada más. Se paró al costado de la mesa y nos señaló en qué lugar debíamos sentarnos. Me miró con una sonrisa, se dio media vuelta y se fue rápido a la cocina a ver cómo marchaba la comida.
—La hubieses saludado un poco mejor a mamá, hace como un mes que no la vemos —le dije a Cintia al oído.
—Pero si ni me miró —me contestó con un fuerte susurro.
Cuando mamá volvió se sentó en el lugar que había dispuesto para ella: frente a mí.
—En diez minutos comemos. ¿Quieren tomar algo mientas tanto? ¿Un vino?
Le dijimos que sí al unísono, pero mi voz tapó la de Cintia. Mamá se paró y fue a buscar el vino que tenía guardado para cuando yo fuese. “Lo tengo escondido hace como un mes”, dijo. Lo trajo y me lo alcanzó para que lo abriera. Lo abrí y serví. Primero a mamá, después a Cintia. Mamá levantó la copa y propuso un brindis. Con Cintia también las levantamos, pero sin decir una sola palabra.
—Por ustedes, para que venga pronto el nieto —cuando dijo nieto, la voz se le puso rara.
—Mamá, siempre brindás por lo mismo —le dije con tono de reproche.
—Y sí, con ustedes siempre voy a brindar por lo mismo, porque si lo tengo que esperar de tu hermano y su novia...
Chocamos las copas y mamá volvió a la cocina.
—¡Está lista! —gritó.
La miré a Cintia y le dije que la ayudara a servir. Me dijo que no con una seña silenciosa. Me paré y fui yo. Cuando llegué mamá me preguntó en voz baja:
—¿Qué le pasa a Cintia? —y apuntó con el mentón hacia el living— La veo como desganada, un poco triste también.
—No, te habrá parecido nomás… ¿Este plato para quién es? —le dije tomando el único que tenía cuatro zapallitos rellenos.
—Ese es para vos.
Llegamos a la mesa con la comida. Cintia, sosteniéndose la cabeza con la palma de la mano, sonrió de manera simpática.
—Mamá hizo zapallitos rellenos —le dije mostrándole los dos platos que traía.
Cintia sabía que mamá había hecho esa comida, la hacía siempre que íbamos a cenar. Pero igualmente se hizo la sorprendida, como no recordando los zapallitos anteriores. Nos sentamos a la mesa y comenzamos a comer en silencio. Sólo se oía el ruido de los tenedores y cuchillos chocando con los platos. Cintia comía lento, como sin hambre.
—Y, ¿Cómo están? —dijo mamá, mirando los zapallitos.
—¡Están muy ricos! —dijo Cintia con una sonrisa forzada.
Yo asentí con una seña y sin hablar (tenía la boca llena). Mamá nos agradeció y enseguida comenzó a hablar de mi hermano. De mi hermano y su novia:
—Esa chica no es para él.
Cuando dijo eso la miré de inmediato, y con la boca todavía llena, le dije:
—¿Por qué decís eso?
—Si a vos tampoco te gusta.
Seguí comiendo los zapallitos sin contestarle. Cintia ya había dejado de comer y miraba el inmenso cuadro que estaba detrás de mamá: un campo lleno de girasoles con un cielo nublado, de nubes negras que se preparaban para desatar una tormenta. Creo que Cintia sólo miraba esas nubes. 

Mamá siempre hablaba de mi hermano. De mi hermano y su novia; de mi hermano y su trabajo; de mi hermano y sus problemas, y de cada uno de sus problemas. Era siempre así. Las charlas terminaban siendo como un embudo, donde todo desembocaba invariablemente en un único tema de conversación: mi hermano. Y esta vez no había sido la excepción.
—Hasta creo que ella anda con otro. Porque la veo cuando viene a cenar, me doy cuenta… creo que ni siquiera lo mira, está como distraída, como pensando en otra cosa.
—Pero bueno, quizá tienen algunos problemas —interrumpió Cintia a mamá, pero mirándome a mí.
Yo me sorprendí de que Cintia interviniera en esa conversación, en ese tema de conversación. No dije nada, seguí comiendo los zapallitos que me quedaban en el plato sin siquiera levantar la vista.
—Noooo, yo conozco ese tipo de mujeres —dijo mamá— Mirá, te cuento algo que pasó la semana pasada: él le compró un perfume importado carísimo, y justo eligió dárselo delante mío. Cuando ella lo abrió y vio que no era el que quería, lo tiró arriba de la mesa diciendo que no le gustaba y que cómo le había regalado ese perfume, que él sabía muy bien que ella quería otro. Y todo eso lo hizo delante mío, ¿entendés? —la miraba sólo a Cintia— ¡Está loca esa chica!
Cuando escuché eso no pude evitar pensar en mi hermano y en su cara redonda de ojos pequeños, con ese grano eterno en el frente. Me lo imaginaba con el perfume en la mano, envuelto en papel de regalo, seguro de color amarillo (es su color preferido), y con un moñito rojo y largo. Entregándoselo a ella. Tampoco pude evitar pensar en la cara de mamá, forzando una risa cómplice, que de súbito se desdibuja. Una cara que se pone colorada, un poco por vergüenza y otro poco por la rabia.
—¿Y él qué hizo? —le pregunté con la vista clavada en el plato.
—Y qué va a hacer, pobrecito, me lo regaló a mí, ahí nomás, delante de ella. Y cuando me lo dio... ¡ah!, le dije en voz alta, casi gritando, para que ella me escuchara, que era uno de los perfumes que a mí más me gustaba. Y ustedes saben muy bien que yo no uso perfume.
—¿Y ella que hizo? —le preguntó Cintia a mamá.
—Y qué va hacer esa. Se hizo la desentendida, fingiendo que no me escuchaba. Pero sí que lo hacía.
—¿Y al final, se quedaron a cenar? —le preguntó de nuevo Cintia.
—No, además eso. Se lo llevó al ratito.
Cintia estaba muy interesada en lo que decía mamá sobre la novia de mi hermano. Creo que en algún punto la defendía. Y defenderla era estar en contra de mamá, pero parecía que eso a Cintia no le importaba.
—No veo la hora que se peleen, mirá. No la quiero ver más a esa por acá.
—Pero si él la quiere... —dijo Cintia, como desafiando a mamá.
—No, chiquita, yo estoy segura que él no la quiere. Está con ella por comodidad. Además él es...
Mamá se calló, como arrepintiéndose de lo que iba a decir. Yo la miré de reojo como para que no siguiera hablando, para que no retomara con lo que había interrumpido. Cintia se hizo la desentendida, comenzó a jugar con los restos de comida que estaban en su plato. La miré para ver su cara y vi que separaba un zapallito del relleno con el cuchillo.
—Pero la va a dejar. Yo sé que algún día de estos él la va a dejar. —dijo mamá siguiendo la conversación.
Cintia levantó la vista y la miró de manera nerviosa, como sin entender la seguridad con que hablaba mamá.
—Sí, sí, yo creo que él algún día se va a dar cuenta de quién es ella —prosiguió mamá.
Yo corrí el plato hacia delante para hacerle lugar a los codos. No dije nada. Sabía que mi hermano era incapaz de darse cuenta por sí solo de quién tenía al lado suyo.

Los tres ya habíamos terminado de comer. Cintia había dejado dos de los tres zapallitos que le había servido. Mamá se dio cuenta.
—Pero por suerte ustedes andan bien, se les nota en la cara.
Cintia me miró de inmediato, y dijo sin sacarme la vista de encima:
—Sí, por suerte sí. Andamos muy bien.
—Ay, qué bueno, me alegro mucho. Yo siempre le decía a tu padre… —hizo una pausa y miró el techo con la voz entrecortada— ¡Viste, papi, hacen una pareja hermosa!
La miré a Cintia y le dije en voz baja:
—¿Vamos?
A pesar de lo bajo que hablé, mamá logró oírnos.
—¿Ya se van a ir? Miren que tengo postre. Compré duraznos en almíbar, como a vos te gustan —y me señaló con la mirada.
—Está bien, nos quedamos, además a mí también me gustan los duraznos en almíbar —dijo Cintia con una voz extraña, adelantándose a mi decisión.
Era raro, porque a Cintia no le gustaba el durazno, ni al natural ni en almíbar. Y yo lo sabía. Mamá los sirvió y siguió con el tema de mi hermano.
—Vos tenés que hablarle —me dijo.
—¿De qué?
—Si sabés. A vos te hace caso, sos el hermano mayor.
—Sí, pero yo no voy a decirle nada, si se tiene que dar cuenta de algo, que lo haga solo.
Aunque le hablaba a mamá, pude ver como Cintia movía rápido la cabeza hacia los costados, hasta que de repente, mirándome con ojos furiosos, me dijo:
—Siempre te lavás las manos, no hay caso, siempre. Es increíble, no te jugás por nada, ni por nadie.
Me quedé en silencio.
Terminamos el postre. Mamá ya no podía hacer nada para retenernos. Se resignó y nos acompañó a la puerta. Nos despidió con un beso a cada uno. A mí me acarició la cara. Salimos abrazados con Cintia. Recorrimos diez metros y sin planearlo nos soltamos al mismo tiempo. Mamá ya había entrado. También sin planearlo decidimos ir caminando: eran sólo diez cuadras. No nos hablamos ni una sola palabra. “Está feo el tiempo”, creo que fue lo único que le dije. Ella ni siquiera me miró.
Caminamos. Cuando llegamos a la esquina de casa yo comencé a doblar, pero Cintia caminó hacia la calle. Paró un taxi. La miré extrañado. Ella se acercó con un paso rápido hacia donde yo estaba, y me dijo:
—Mañana a la tarde la paso a buscar.

Sin mirarme me dio un beso, y se subió al taxi. Cerró con un portazo que retumbó en toda la cuadra. Habló con el chofer inclinándose hacia delante y el taxi salió a toda velocidad. Inmóvil observé mientras su cabeza de cabellos rubios se alejaba. El taxi desapareció en el medio de la oscuridad. Me quedé parado durante unos segundos sin saber qué hacer. Adónde iría Cintia a esa hora: ¿a la casa de la madre? Seguramente se va para allá. Sabía que en ese lugar iba a estar bien. Me di vuelta y seguí caminando. Pensé en mi hermano: ¿cuánto más duraría la relación de mi hermano con su novia? Cuando entré a la casa prendí la luz y fui directo al contestador, la lucecita roja titilaba. Toqué el botón más grande: “usted tiene un mensaje nuevo, pip… ”, escuché. “Hola…” Era la voz de mi hermano. Pero dijo eso y enseguida dejó de hablar, sólo se escuchaba una respiración entrecortada. Después de un par de segundos, siguió: “te llamaba para decirte que…”. Y entonces sí, no habló más. Se siguió escuchando esa respiración jadeante a lo lejos durante unos segundos hasta que se cortó. Miré el teléfono pensando en llamarlo, pero ya era bastante tarde. Desconecté el teléfono y caminé hasta la habitación. Cuando entré vi la valija en el medio de la cama, esperando que se la llevasen a otro lado, esperando conocer un lugar nuevo. La corrí hacia un costado y sin desvestirme me acosté.

La residencia (del libro "Esas nubes", Simurg 2009)

Son las once de la noche y desde mi habitación oigo los gritos. Vienen de allá abajo, de la calle, y, aunque estoy acostado en la cama esperando que llegue la hora de dormirme, me levanto y voy a ver quién es. Apenas me acerco a la ventana lo veo. Es un muchacho joven, de no más de veinte años. Tiene el pelo corto y una campera verde que le llega hasta las rodillas. Camina rápido, de un lado a otro de la vereda de enfrente. Está lloviendo sin parar desde la tarde y del cielo caen rayos que iluminan los techos de la ciudad. Pero a él parece no importarle. Sostiene un teléfono celular con la mano derecha, lo acerca a la boca y enseguida lo aleja lo más que puede. Para que no advierta que lo estoy mirando apago la luz y salgo despacio al balcón, en el medio de una absoluta oscuridad.
Debajo de mi balcón siempre pasan cosas: gente que camina, y que no sabe hacia adónde va, que se choca sin mirarse, y que se mira sin saludarse Lo habitual. Pero lo de hoy es bastante extraño.

Mi nombre es Ismael Bermúdez. Desde hace cinco años vivo en esta residencia, en el centro de la ciudad. Mi habitación está en el segundo y último piso, es pequeña, mas larga que ancha y tiene unas inmensas manchas de humedad en el techo. En cada una de las paredes hay un cuadro, de esas réplicas baratas de grandes obras que se consiguen de oferta en cualquier bazar. La cama está pegada a la pared y apunta derecho a la puerta. Encima de la cabecera hay un pequeño rosario de madera colgando de dos clavos. Paralela a esa cama hay una austera biblioteca con cuatro estantes, donde hace tiempo no hay libros –los regalé todos-, y sólo algunas fotos y uno que otro adorno descolorido que la hace útil. Al costado de la biblioteca tengo un escritorio enclenque donde escribo cartas que nunca me animo a enviar. Les pongo la fecha, las firmo y van directo a una caja de zapatos que escondo dentro del placard. Entre la biblioteca y el escritorio está el gran ventanal que da al balcón. Desde ahí puedo ver y escuchar todo lo que pasa abajo. Siempre lo hago, a todo momento, de esa manera las horas pasan mucho más rápido. No quiero exagerar, porque casi nunca lo hago, pero mirar desde el balcón es lo que anima mi vida, lo que altera mis pensamientos rutinarios. Además, ése es casi el único contacto que tengo con otras personas. Porque de mi habitación salgo poco, sólo para almorzar o para ir a un hediondo baño de azulejos azules. Y porque, además, la cena me la traen acá, puntual, a las nueve, en una desvencijada bandeja de madera que ya viene de servir a varias personas antes que a mí. Pero hay un día que espero con ganas, el miércoles. Acá lo llaman el “día de contacto”. ¡Qué lindos son los miércoles! Ése, es el único día que me vienen a visitar, y lo comienzo a esperar desde el mismo momento en que José se va. Creo que nunca se lo dije, pero guardo su última sonrisa y su rápido “adiós papá” desde el preciso momento en que termina de decírmelo, desde que veo su espalda atravesar esa oscura puerta de salida.

El muchacho sigue allá abajo. El aparato telefónico es tan diminuto que pareciera que habla solo: ¿Por qué me hiciste esto? Decime, ¿qué te hice yo?
Cuando oigo eso empiezo a darme cuenta de lo que está pasando. Ya no son sólo gritos sin significado como había oído antes, ahora los escucho y tienen un sentido, y presiento que no es una simple discusión, como puede ser por un gusto de helado o por la película a ver el fin de semana. No gritó: ¡No, de chocolate!, ni tampoco: ¡Sí, vamos a ver Volver al futuro!
Ahora grita: ¡Y yo pensando todo el tiempo en vos, en que estabas durmiendo, y al final me hacés esto!... ¡No te importa nada! Hace un silencio agarrándose con fuerza los pelos y vuelve a gritar: ¡Estoy muy mal!
Mientras dice eso camina con la cabeza gacha, como mirándose los pies. Con cada uno de esos gritos, más claro me queda. Es evidente que le grita a la novia y que está muy enamorado. Parece que lo han engañado, que le han mentido y que seguramente quieren explicar algo que para él en este momento es inexplicable. Pero a pesar de eso, él la escucha, le deja un espacio para que ella hable, un espacio donde se filtran los truenos y el ruido de las gotas estrellándose en el piso. A pesar de mi aletargada imaginación, yo intento completar ese fragmentado diálogo. Y no sólo me imagino las respuestas de ella. También se me la imagino a ella. Me la imagino tirada en la cama, sosteniendo el teléfono con su hombro desnudo, en bombacha y sin corpiño, retorciéndose el pelo rubio y brillante que todavía tiene olor a shampoo. También me la imagino con la misma edad que el muchacho, o quizás un poquito más chica, de cara blanca y ojos claros. Sospecho que le debe estar diciendo con un tono risueño y despreocupado: Pero no, no es así, mamá quizá no me vio entrar. Te lo juro, che, no seas exagerado, mamá creía que yo no había vuelto todavía.

La lluvia sigue. El muchacho está empapado y camina de un lado a otro de la vereda sin soltar un solo segundo su diminuto teléfono. La campera que antes era de color verde, ahora, de lo mojada que está, parece negra.
Y yo sigo pensando en su novia, pero sin sacarle la vista de encima al muchacho. Hasta que en un momento se detiene enfrente del balcón y mira hacia arriba. Creo que me está mirando, que por fin ha descubierto mi secreto, el secreto que ninguno de los que están del otro lado de la puerta de mi habitación sabe. Porque nadie sospecha siquiera qué hago en esa habitación durante el día. Piensan que me la paso acostado, leyendo. Pero no, no saben que me paso la mayoría de las horas mirando por este balcón, elucubrando, viendo a la gente pasar ensimismada, sobreviviendo. Me asusto un poco y retrocedo un par de pasos. Entro y me escondo. Pero no resisto, lentamente comienzo a mirar de nuevo. Ya no está mirando hacia arriba, ahora lo hace de un lado a otro de la calle, como buscando una dirección para echarse a correr. Después de un rato se tranquiliza. Salgo y me paro en el mismo lugar donde estaba antes. Desde acá no puedo ver si llora, y menos con este aguacero que moja hasta los calzoncillos, pero por los gestos lentos que hace y que contrastan bastante con la velocidad de los autos, me imagino que sí, que sus lágrimas ruedan por sus mejillas, camufladas por la lluvia, mezclándose, dulces, al entrar en su boca.
Grita: ¡Esto se terminó, oíste, se terminó!
Corta.
Guarda el teléfono en el bolsillo del pantalón, se sienta en el cordón de la vereda con los codos en las rodillas y las manos colgando por delante. Desde los puños de la campera gotea más agua que de cualquier otro lugar. Los autos comienzan a pasarle muy cerca de los pies y a toda velocidad, iluminándole las zapatillas blancas.
Pasan unos minutos y se para. Da un paso hacia delante, medio tambaleante, y se frena de súbito. Ya está en la calle, casi entorpeciendo el recorrido de los autos. Tiene los ojos cerrados y no para de llover. Con las manos se cubre la cara y los codos se los clava en el estómago, quedando medio encorvado, como si le hubieran dado un fuerte golpe de sorpresa. Las luces ahora le iluminan todo el cuerpo. Yo sigo observando desde el balcón, impávido, no me quiero mover, no quiero perderme lo que en instantes sé que va a suceder.
Lo miro, quiero gritarle, pero no lo hago, y aunque le tenga un poco de temor a eso que todos llamamos destino, decido dejar que todo suceda como creo que está destinado a suceder.
Por la vereda no veo pasar a nadie, como si a todas las personas que diariamente pasan por acá, a esta misma hora, se los hubiera tragado la tierra. Como si se tratara de un complot natural, ese complot natural y fatal al que todos nos someteremos algún día. ¿Será posible? Si no, cómo se entiende que en una de las calles más transitadas de esta ciudad no haya ninguna persona que lo pueda ayudar, que le pregunte qué es lo que está haciendo y que, al menos, lo haga recapacitar. Pero al fin, cuando me doy cuenta que soy el único testigo, decido no seguir mirando. Entro rápido a la habitación y de nuevo me recuesto en la cama a esperar el sueño. Pero tengo el oído y la mente allá abajo, la vista en las manchas del techo, y después en algunos de esos adornos llenos de polvo en la biblioteca, pero el oído y la mente están allá, donde está ese muchacho, solo, a un paso de lo irreversible.
El sueño ni se asoma, y los ojos están tan abiertos que parece que se quieren escapar de la cara.
Hasta que oigo una frenada. ¡Lo sabía!
Cierro con fuerza los ojos, sabiendo que ocurrió lo que tal vez, por dentro, clandestinamente quería que ocurriera. Irrumpen de nuevo un montón de pensamientos. Ya no son aquellos de la novia rubia acostada en la cama retorciéndose el pelo y sin corpiño. Ahora son otros, de remordimiento, como de puntas de lanza pinchándome el pecho. Comienzo a pensar: ¿Por qué no lo ayudé? Quizá sólo era gritarle algo desde este estúpido balcón, desde esta estúpida oscuridad, con esta estúpida boca. Por lo menos para que lo distrajera, que reaccionara y que, aunque no lo soporte, el muchacho me gritara, furioso: ¿Qué se mete en la vida de los demás, viejo de mierda? O a lo mejor, quizá, sólo me hubiese hecho una seña, dándome la espalda y se hubiera ido caminado hacia su casa, sano y salvo. Pero no, nada de eso hice.

Un momento después de la frenada se produce un terrible silencio, ese silencio que precede a las grandes tragedias, que sólo traen y atraen fuertes gritos y más gritos. Parece como si todo se hubiera detenido. Yo también me quedo quieto en la cama. Me siento cómplice de lo que ha pasado. No, no me siento cómplice, pensándolo bien es peor, me siento autor, autor responsable y directo de este horrible desenlace. Y como autor que soy tengo que ir a ver lo que provoqué con mi cobarde pasividad. Pero los pies me pesan y estoy como con una terrible fatiga, embotado en la cama. Me cuesta, pero al final junto fuerzas y lo hago. Todo con pausados movimientos, como si la habitación y el balcón estuvieran cubiertos de agua. Salgo y veo las luces del auto que se reflejan de una manera tenebrosa en una calle brillante y de medianoche. La veo distinta, como si no fuese la misma calle de antes. Las luces rojas de las balizas que titilan también le dan una imagen aterradora a la situación. El auto está parado en el medio de la calle. Lo primero que observo es que la puerta del conductor está abierta (oigo todavía al motor en marcha). Después miro delante del auto, donde supuestamente debía estar el muchacho de campera verde. No hay nadie, ningún cuerpo tendido en el piso en una postura extraña. Levanto un poco la vista y al fin lo encuentro, parado en la vereda, contra la pared. Está abrazado a otro muchacho al que no le puedo ver bien la cara, pero que de contextura es muy parecido a José, quizá solamente un poquito más bajo. Ya no hay más gritos. Antes de separarse y de subirse al auto se dan un largo beso en la boca. El muchacho de campera verde se sienta del lado del acompañante. El otro cierra su puerta, toma el volante y salen a toda velocidad. Me quedo mirando como se pierden de mi vista junto a los otros autos.

La lluvia ahora está parando de a poco y los truenos ya se oyen a lo lejos. Entro a la habitación y no enciendo la luz, prefiero seguir en esta oscuridad, oscuridad que todavía protege mi secreto. Voy lentamente hacia la cama y me acuesto a esperar el sueño. Intento dormirme cerrando los ojos con ganas, pero no puedo, otra vez oigo gritos. Decido quedarme acostado y no salir a mirar. Enseguida comienzo a pensar en el próximo miércoles y en la visita de José.

Abajo siguen gritando.

Cuento publicado por la Revista Río Negro

La revista argentina-chilena Colectivo Río Negro publicó un cuento mío en su edición Nº10.
Además de narrativa, la revista tiene poesía, ensayos, artículos, reseñas, fotografía, dibujos, etc. 
Este es el link para bajarla: http://issuu.com/rionegro/docs/r__o_negro_10_f
(Mi cuento está en la página 64.)