Fotos

Tenía ganas de mirar algunas fotos. Fui a la habitación de mis padres y abrí el cajón de la cómoda. Un mar de fotografías sueltas que nunca habían sido ordenadas ni clasificadas. La primera que vi, quizá por su tamaño, fue una de mi hermano menor, de medio cuerpo, posando en el patio viejo del Instituto Niño Jesús, cuando cursaba primer grado; le faltaba un diente, pero eso no le impedía sonreír como si le estuviesen haciendo cosquillas en los pies. La contemplé durante unos segundos y la dejé a un costado. Miré de nuevo hacia el cajón. Me llamaron la atención dos fotos pequeñas que estaban una al lado de la otra. Enseguida las reconocí, eran de mis primeras vacaciones, en Torres, allá, por diciembre del 84.
En aquel año papá había comprado un Ford Sierra blanco (según él, el primero en Paso de los Libres). Era como una nave espacial. Su trompa puntiaguda y los faros inclinados hacia atrás le daban un aspecto futurista que a mí me fascinaba.
Y en ese Sierra fuimos a Torres. Recuerdo que llegamos a la tarde, y lo primero que hicimos fue ir a ver el mar, incluso antes de dejar las valijas en el departamento que papá había alquilado. Apenas estacionó, salimos corriendo con mis hermanos para ver esa inmensa pileta con olas (como lo había definido mi mamá unos días antes del viaje). Como no estábamos con la ropa adecuada no nos tiramos. “Vamos a cambiarnos al departamento”, nos dijo mamá.
Ese día no volvimos, mamá tuvo mucho trabajo acomodando las cosas que papá bajaba del baúl del Sierra y que nosotros ayudábamos a subir por las escaleras hasta el segundo piso.
Pero sí, al otro día fuimos, y temprano. Estacionamos el auto a una cuadra y caminamos hasta la playa. Papá llevando la conservadora, que tenía sanguchitos hechos con pan lactal, en una mano y la sombrilla en la otra. Mamá cargando el bolso con el mate, el termo y las galletitas. Y mis hermanos y yo peleándonos para llevar la tablita de surf (de tergopor) que tanto habíamos insistido que nos compraran el día anterior. Ese día fue mi primera zambullida en el mar, no lo voy a olvidar jamás: una ola me hizo dar vuelta, y tragué esa agua con un horrible gusto a sal. Cuando salimos de la playa fuimos a pasear con el Sierra por el pequeño centro, ida y vuelta, una y mil veces, bajando y subiendo esa calle empinada, característica en Torres, y siempre (como en todas esas vacaciones) con Pimpinela en el pasacassette, y a todo volumen: “…por eso vete, olvida mi nombre, mi cara, mi casa y pega la vuelta”. En los paseos a mí me hipnotizaba ver tantos colores: el de las casas, los negocios, de la ropa. Todavía era la época en que Torres era una ciudad chica, adornada por autos viejos y calles adoquinadas.
A la noche íbamos a comer a algún restaurante o pizzería y a tomar esos helados que se vendían por kilo, que con mis hermanos cargábamos con más confites colorinches que con helado.
Los veinte días que duraron esas vacaciones fueron bastante similares: ir a la playa desde la mañana hasta la tarde, pasear en el Sierra por la ciudad y las cenas afuera del departamento. Pero recuerdo que lo que me había sorprendido, aún más que el mar, habían sido los morros. Tres solitarias montañas que estaban en la parte sur de la ciudad, en el medio de kilómetros y kilómetros de playas.
Un día subimos con el Sierra a uno de ellos, al único morro que se podía subir con el auto. Al morro Do Farol. En ese lugar nos sacamos estas dos fotos que me llamaron la atención en el cajón de la cómoda. En una de ellas yo estoy en el medio de mis dos hermanos, con una vergonzosa sunga amarilla. Ay, esas sungas. ¡Cómo me costaba usarlas! Eran como calzoncillos pero con diferente tela. Las odiaba, pero papá me hacía creer que para entrar al mar sólo se debía usar eso, y entonces, mis hermanos y yo, crédulos, las usábamos. Y aunque papá también las utilizaba, la de él no era de ese amarillo fosforescente como las nuestras, sino negra, mucho más discreta. En esa fotografía papá está detrás nuestro, intentando abrazar a los tres, pero no puede, apenas le toca el hombro a Gaspar, que está en la punta. Fabio, el más chiquito de los tres, es el que menos se ríe, pero posa como sabiendo de que se trata: está parado como un adulto, de brazos cruzados, que para un chico de seis años es sumamente gracioso, como si supiera que esa foto va a ser un recuerdo para toda la vida y que le va a arrancar una sonrisa a todo aquel que alguna vez la mire. Como les dije, yo estoy en el medio, y tengo el flequillo que casi me tapa los ojos. También tengo una sonrisa alargada de boca cerrada, que es con la que voy a salir en todas las fotos posteriores, el resto de mi vida. Recuerdo que mamá sacó esa foto, y que tenía una pollerita blanca y una remera grande y amarilla, típica de los años ochenta. El pelo corto y unos inmensos anteojos de sol que le daban un aire de actriz francesa, pero de estos tiempos.
La otra foto la sacó papá. Seguramente tomó la cámara, encuadró en el visor y nos sonrió, como para contagiarnos; siempre lo hace. Disparó, y listo, ese instante fue capturado para siempre. Mamá justo sale con los ojitos cerrados (¡Qué macana, con lo lindos que son!), con el pelo volándosele hacia atrás, y con un gesto de placer, como disfrutando del viento que corre por encima de esa montaña. Ella también está detrás de nosotros y sí puede abrazarnos a todos, a Gaspar, a Fabio y a mí, no se le escapa ninguno. En esta fotografía Fabio sale con cara de enojado (ya se le olvidó la pose de la foto anterior). Tampoco se imagina que la voy a estar mirando veinticinco años después y que me voy a estar preguntando: ¿Por qué estará enojado? ¿Qué le habrá pasado? En cambio, Gaspar y yo sonreímos más que nunca. Gaspar está haciendo una extraña toma de kung fu (todavía le dura ese fanatismo por Bruce Lee), y tiene unos binoculares de plástico colgados del cuello. Abre la boca como si estuviera cantando. Se nota que está muy feliz.
Es increíble, pero todos estos instantes robados a la realidad, todas estas fotos, no solo están atrapados en un papel de ocho por diez centímetros, sino que también están atrapados en mi memoria, junto a los abrazos de mamá y de papá, a las cariñosas patadas de Gaspar y a las adultas poses fotográficas de Fabio.

El año pasado volví a Torres después de muchos años. Ahora es una ciudad mayor de edad, con edificios altos y automóviles importados y últimos modelos. Ya no hay tantas casas bajas y las calles están casi todas asfaltadas. Muy diferente a aquella Torres del año 84, donde con mi familia nos sacamos esas dos fotos, y donde pasé, mis primeras vacaciones.