Martes a la noche. Estoy acostado
leyendo el diario. Leo: la Corte Suprema de EE.UU. avaló
el derecho de portar armas, alegando que está garantizado por la Constitución y que no
puede ser limitado en nombre de la seguridad pública. Pienso: eso significaría
que a pesar de las masacres que han tenido lugar en sus escuelas y
universidades, y a pesar de la enorme cantidad de personas que mueren por año
debido a accidentes con armas, la Corte Suprema de EE.UU., cree que lo más
importante es la libertad individual de poder acceder y poseerlas. Dejo de leer. Cierro el diario. Pero sigo
pensando en esa noticia. Pienso en la palabra Arma. También pienso en su consecuencia inmediata y perfecta: Muerte. Y recuerdo el primer encontronazo con ellas. Fue en la escuela primaria, en el
antiguo patio del Instituto Niño Jesús. Estábamos en el recreo jugando a la
cafúa. En ese momento se acercó alguien corriendo y nos dio una fatal noticia:
un compañero que iba a nuestro mismo grado, pero a la mañana, había muerto.
¿Pero quién es?, le preguntamos. Francisco, el que fue con ustedes hasta el año
pasado, nos respondió. Creo que nadie lloró en ese momento, talvez porque ninguno
de nosotros tenía la real dimensión de la muerte, de lo que significaba morir, de
que a Francisco no lo íbamos a ver nunca más.
Después de recibir aquella
noticia, vinieron las preguntas: “¿Qué le pasó?” “¿Cómo fue?”. También vinieron
las repuestas. Francisco había estado jugando en la casa de un compañerito,
mientras sus padres no estaban. Pero en el juego, el juguete central era un
arma, de verdad, de las que matan, y esa arma se disparó, y ese disparo mató a
Francisco.
Recuerdo que lo velaron en el mismo
Instituto Niño Jesús, en una sala grande y alargada, que estaba (ahora creo que
ya no existe más) al costado derecho, apenas al entrar. Estaba llenísimo de
gente. Todos llorando y, seguramente, para muchos de ellos eran sus primeras
lágrimas. Yo también lloraba, sentado en el patio, sin hablar con nadie. Hasta
que lo vi, era el papa de Francisco, que venía caminando hacia el lugar donde estaba
yo. Lo miré. Él también me miró. No nos buscamos, pero en un momento nos
encontramos abrazados, fuertemente. Me soltó y siguió su camino. Nunca voy a
olvidar aquel abrazo, fue aliviador para mí.
Porque yo era muy compañero de
Francisco. No sé si se puede decir que era amigo, éramos muy chicos todavía y
cuando uno es chico aún quizá no tiene incorporado esos valores, que después,
de grande, son fundamentales para vivir. Quizá con Francisco éramos amigos sin
saberlo, sin saber el verdadero significado de la palabra. Pero por aquel
tiempo, cuando ocurrió su muerte, nos habíamos dejado de ver, su cambio al
turno mañana había sido determinante. Sólo nos veíamos en las fechas patrias,
donde todas las divisiones nos juntábamos para desfilar. En uno de esos
desfiles me reencontré con Francisco, en el patio de abajo del colegio. Él, lo
recuerdo como si fuera hoy, tenía un pulóver azul, escote en V, con rombos en
la parte de adelante. Nos quedamos charlando hasta que en un momento lo
llamaron aparte y lo hicieron subir las escaleras por entre medio de todos. Me
pregunté qué habría hecho. Ese día no lo vi más; no desfiló. Pero al día siguiente
Francisco nos explicó: “No me de dejaron desfilar por mi pulóver, no era liso como
el de ustedes. Pero bueno…”. Así era
Francisco, nada lo hacia enojar.
De él también conservo varias
fotografías. En una de ella estamos en el aula. La maestra está sacándose una
foto conmigo, y él está detrás, en el fondo, levantando la cara, como para
poder salir en la foto. Sus ojos saltones y su eterna sonrisa le dan otro aire
a esa fotografía, la hace divertida.
Pasaron los años y al padre de
Francisco lo seguí viendo, siempre de manera casual: siempre con ese saludo tan
amable que a uno le hacia pensar que estaba frente a una de las personas más
buenas del mundo. Cada vez que lo veía creía que me observaba más de la cuenta.
Y sentía que esa observación estaba vinculada con Francisco, como si viera en
mí el crecimiento de él. Pensaba que debía decirse para su interior: “Francisco
estaría así de alto ahora”, o “ya le estaría saliendo el bigote de esa manera”,
o “ya estaría de novio”. Como si se inventase la vida imaginaria de Francisco
conmigo. Creo que todas las veces que lo vi pensé lo mismo. Quizás él nunca lo sintió
así, y tal vez fue siempre una ilusión mía. Pero a mí me hacía sentir útil pensar
eso, y me hacía sentir mucho más cerca de Francisco.
Ahora que me pongo a escribir
esto pienso: si Francisco viviera tendría mi misma edad. Quizá sería abogado
igual que yo y, seguramente, yo no estaría escribiendo sobre él y sobre su
absurda muerte. Estaría escribiendo sobre lo difícil que es vivir separado de mi
familia, acá, en Buenos Aires o de cómo me gustan las pastas.
También me gusta pensar que si
Francisco vivera, quizá, en estos momentos, me estaría leyendo.
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