La casa de Julio

 La primera vez que leí algo de Cortázar fue a los dieciséis años. Recuerdo que era de una colección que venía con el diario La nación. Se lo había comprado a Manolo Garrido, en aquel negocio que tenía por la calle Colón, en Paso de los Libres.
Yo apenas conocía a Julio Cortázar. Sólo había escuchado que era uno de los grandes de nuestra literatura (y no había escuchado mal). Lo que adquirí aquel día fue Rayuela: un mamotreto de tapa dura y azul. Recuerdo que no llegué ni a terminar el primer capítulo. Y era entendible, quizá no estaba preparado para esa gran catarata literaria que me proponía Cortázar. Pero tuve una segunda oportunidad, y fue acá, en Buenos Aires, y no fue con Rayuela.
Pasó así: un día, cuando apenas hacía dos meses que había venido desde Paso de los Libres, salí a pasear por ésta ciudad que tanto yo desconocía. Caminé por Santa Fe, desde Scalabrini Ortiz hasta Coronel Díaz, observando cuanta vidriera había. Al volver a mi departamento, y caminando por la calle Marcelo T. de Alvear, me topé con una librería de venta de libros usados. No dudé, entré y empecé a recorrer con la vista los lomos de los libros. Había de todo y todo estaba muy bien organizado, como para hacer mucho más fácil la búsqueda. Yo, en ese momento no buscaba nada en particular, tampoco ahora lo hago cuando entro a una librería; siempre trato de dejar que ése libro, que inconscientemente ando buscando, me sorprenda y se coloque delante de mis ojos. Así, buscando, me sorprendió uno: “Treinta Cuentos Argentinos 1880 a 1940”, rezaba la tapa. Lo abrí, y leí su índice. Borges, Quiroga, Payró, eran algunos de los autores de los cuentos de un lado de la página. La di vuelta y había más, seguí leyendo: Guiraldes, Macedonio Fernández… Hasta que lo vi. El apellido Cortázar se cruzaba nuevamente delante de mis ojos. Leí Cortázar, y encima de su nombre, el título del cuento: Casa Tomada (incluido en su primer libro, Bestiario, 1951). Fui inevitable: lo cerré, fui hasta la caja, lo compré y volví a paso rápido a mi departamento. Apenas entré fui derecho a la cama y comencé a leer ése cuento. Lo leí de un tirón, acostado, casi sin moverme. (Asumo que muchos de los que están leyendo este artículo ya leyeron ese cuento, pero yo igualmente se los voy a recordar de manera sucinta.) El relato, que según los críticos, había sido el primero de Cortázar, trata sobre dos hermanos que nunca se casaron, que viven en una casa antigua e inmensa, y donde sus únicos quehaceres son mantenerla limpia y ordenada. Todo marcha bastante bien, hasta que un día comienzan a escuchar ruidos, susurros, y por eso tienen que ir abandonando por partes la mansión, pensando que está siendo tomada por intrusos. Se van recluyendo hasta que esos intrusos acaban por ocupar toda la casa y por el cual esos hermanos, se dicen para ellos, deben marcharse. Al dejar la casa (con una facilidad y resignación notable), tiran la llave por la alcantarilla, porque, como dice al finalizar el cuento: “No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada”. Lo trascendental de este relato es que Cortázar en ningún momento deja claro de qué naturaleza son esos intrusos, dejando lugar a numerosas interpretaciones.
Una de esas interpretaciones relaciona al cuento con una alegoría antiperonista. Donde la casa tomada sería la Argentina tradicional que debe ir retrocediendo bajo la avanzada del peronismo. La visión de esta obra cortazariana ha significado un verdadero anatema del autor por parte de la cultura oficial peronista, que durante muchos años lo calificó de gorila. Cortázar nunca se defendió de esa interpretación, decía que bien podía ser válida. Sin embargo, también decía que la idea del cuento provenía de un sueño.
Otras de las interpretaciones es la de incesto entre esos dos hermanos, sostenida por el propio Cortázar, en el cual, ambos, Irene y el narrador (los hermanos), forman una sociedad endogámica, aceptando sin inconvenientes esa situación.
Pero más allá de estas dos interpretaciones, yo les voy a contar la sensación (¿acaso interpretación?) que tuve aquella primera vez que lo leí. Todavía la recuerdo, me había atravesado todo el cuerpo: era un miedo insondable. Quizás por los fantasmas que me imaginé que recorrían esa casa y que no dejaban en paz a esos dos hermanos. O tal vez por la tensión provocada por un inminente ataque de los otros a esos desprotegidos hermanos. También pensé, después de leerlo, que esos dos hermanos fácilmente podrían llegar a ser esos fantasmas, y que se irían replegando ante la llegada de los verdaderos y reales habitantes de la casa.
Ciertamente, el cuento de Cortázar podría enmarcase bajo el género fantástico, pero de la manera en que está narrado, con un realismo rabioso, hace que ni experimentemos esa fantasía. Que pensemos en personas, o tal vez, en fantasmas sí, pero sin salirnos de un realismo que nos transporta y nos hace transitar por toda esa casa.
Uno podría tomar cualquiera de estas interpretaciones antes de leer el cuento (si es que aún no lo leyó), o después de leerlo (si es que va a leerlo), y adaptarlas a su gusto y piacere, seguro se ajustarían. Pero más allá de esas interpretaciones, sensaciones, la mejor manera de disfrutar de él (y de casi todos los cuentos, de Cortázar o de cualquier otro escritor) es dejándose llevar. Sí, en este caso, dejando que Cortázar nos cuente esta hermosa historia. Que nos tome de la mano, que nos presentes a esos hermanos tan particulares y nos transporte por toda esa casa. Por ésa casa, que parece, está tomada.

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